Empezábamos , entonces, a ir a la escuela más tarde que hoy, con cinco o seis años.
Éramos ya talluditos cuando recibíamos el bautismo de las primeras letras y de las más elementales operaciones aritméticas.
Nuestra primera maestra, Doña Victorina, ya nos parecía vieja, quizá por nuestra pequeñez.
- ¿ Cómo se llama tu maestra?- me preguntaba un tío mío tras venir de clase los primeros días.
- No sé. Es muy mayor y tiene la cara " toa esfarrungá"- le contestaba yo , con expresiones sureñas.
Mi tío reía con mi particular descripción.
Era una docente afable, querida por todos.
Me asaltan en tromba los vivos recuerdos de aquellos días felices.
El día en que vino el fotógrafo a clase para hacernos nuestra primera foto en el colegio. Yo, coquetuela como era, coloqué simétricamente mis dos largas trenzas sobre los hombros para salir más guapa. Aún recuerdo el asombro de mi madre cuando vio mi pelo tan alineado. Tan insólitamente alineado. Recuerdo que me regañó. Nunca entendí sus razones.
El día en que Charito quemó su abrigo al calor de la estufa donde le mandó la maestra colocarse , tras caerse en el recreo en la fuente.
O aquella ocasión en que doña Victorina me regañó ásperamente por colorear mis uñas con los lápices Alpino y desatender las tareas escolares.
Y la nota benévola que llevé a casa donde comunicaba la docente que era una niña aplicada y buena, si bien algo charlatana.
Y la cara atenta de mis amiguitas cuando escuchaban las historias que inventaba en el recreo, en los ratos de descanso de los innumerables juegos: la goma, la comba, las canicas, las chapas, las tabas, el pilla-pilla, el escondite, pídola, la china...
Y el soniquete de la musiquilla con que memorizábamos para ayudarnos a fijar.
Y mi enfado cuando alguno de mis compañeros se reía de mi primo ,que pronunciaba mal algunas palabras, pues nació en el pueblo con una vuelta de cordón que por poco le asfixia.
Me veo por el camino vecinal con él de la mano, erigida en justiciero ángel guardián, camino de la escuela.
Y el envidiado ratón de rabo rizado que dibujaba mi compañera de pupitre, con tanta facilidad.
Y las cartillas donde aprendimos a leer , con asociación letra inicial e imagen: I de Iglesia , al lado del dibujo cuya torre aún visualizo.
Y el olor a nata de la goma de borrar de Milano.
Y la imagen de mi precioso plumier de madera de dos pisos.
Y la cartera... y el paraguas... y las manoplas...Todos esos regalos prácticos que , para mi fastidio, me trajeron los Reyes.
Y el comedor que vigilaba Dorotea, situado en la misma planta del aula ,donde acudían los niños más necesitados del pueblo y donde alguna vez me permitieron comer para saciar mi capricho de estar con los otros niños menos afortunados.
Y la casa , prolongación del colegio, donde mi padre me preguntaba las míticas historias de la Biblia, tan impactantes para los niños: Caín y Abel, Moisés, Isaac...
Todo un mundo que se llevó el tiempo y que la memoria salvaguardó del olvido, rescatado por el imborrable recuerdo que deja asomarse al mundo con ojos nuevos, los ojos de los niños que fuimos.

Nota: toa( toda) esfarrungá( deforme por las arrugas).