En un gallinero, bajo un frondoso palo de mamón que estaba en un gran solar, cada nuevo día un solitario gallo cantaba, recibía contestaciones de otros gallos cercanos, pero eso en vez sentir alegría, lo que sentía era una profunda tristeza, pues tener amigos es lo que más él quería.
Su dueña era una viejecita que había hecho un reducido gallinero, o más bien encierro para su despertador emplumado, lo había criado desde que era un pollito y le puso el nombre “Gallopinto”, pues el gallito tenía algunas pequeñas manchas oscuras color café sobre su blanco plumaje.
Una mañana, mientras la viejita le daba de comer granos de trigo, llegó un pequeño pájaro, el gallo lo quedó viendo con desconfianza y el pajarito no dejaba de picotear y tragar los granos que en el suelo estaban, la viejita arrojó más trigo y el gallo se los embuchó con rapidez, pues no quería compartir su alimento con el extraño visitante que, aparte de no haber sido invitado, lucía muy descuidado, sus plumas estaban todas desarregladas.
–Qué facha tiene este –pensaba el gallo– en cuanto se me acerque lo picoteo.
El pájaro lo quedó viendo como leyendo sus pensamientos, luego, echando a volar, se fue del lugar, pero el confiado pajarito todas las mañanas llegaba a comer, tomaba agua del recipiente del gallo y hasta se bañaba allí. Así, con el tiempo, el gallo se acostumbró a su presencia y ambos se hicieron buenos amigos.
Un día, la viejita al descuido, dejo el gallinero abierto, Gallopinto aprovechó para andar, junto con su pequeño amigo, por todo el gran solar buscando cucarachas entre la leña y rascando el suelo para atrapar algún otro escurridizo insectos o gusanos para merendar.
En las altas ramas del mamón, se escuchaban las bandadas de chocoyos y de zanates, pero un canto en particular llamó la atención del pájaro. Era un trino melodioso, una linda tonada que nunca había escuchado...
(Continuará muy pronto, aun no le he terminado)
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