Haber sido adolescente en aquel momento de mi pueblo, me dejó un sabor irrepetible. Con primas noches dominicales sobre un inmenso rectángulo de amplia calzada y al cobijo de los danzones de la banda municipal. Y con solamente dos opciones para pasear: ir siempre hacia la derecha o venir desde la izquierda, pero con la alternativa de poder cambiar el sentido; en el caso de que nuestra orientación nos pusiera de frente con quién no queríamos encontrar.

Pero cuando los músicos hacían mutis del parque, algunos se transformaban en merengueros de la Disco Terraza Night Club al otro lado de la calle central de la ciudad. Que era un limitado espacio sobre una plantita radial que se abría a la vista de una loma, que lucía una engañosa cercanía, pero con la bondad de hacernos dueños de su frescura.

Y fue, precisamente, al concluir la retreta de un domingo, que subí buscando el respiro de aquel encumbrado bar. Cuándo la ví adherida a un cuerpo que además de entrelazar sus dedos con los de élla; con la restante mano cuál correa, bordeaba su cintura. Pero lo que robó irresistiblemente mi atención fueron sus dedos ceñidos al cuello del varón que ignoró mi apetitosa mirada.

Porque tenerla apretada así tendría que tener un efecto anestesiante en él. Y en mí, el brote de una envidia que el bolero que los fundía, avivaba a cada instante. Al tiempo que su cuerpo de contorno flexible, encajaba perféctamente con los puntos sensibles del afortunado de turno. Sin embargo en mi lo irresistible, era imaginar ésos dedos asidos a mi nuca.

Pero a mis dieciocho, con poca holgura económica, sin un impresionante atractivo y viéndola ser parte de una mesa de parejas exactas, soñar fue mi única salida.