De un momento a otro salió de entre la muchedumbre. No era una mujer cualquiera, era una monja, una enviada de Dios a la tierra para arengar y defender al doctor mierda. Ese día se presentaba ante la corte suprema de justicia, tenía que responder por el soborno a testigos, por fraude procesal. Pero eso no fue obstáculo para que la monjita en una extensa perorata hablara de las bondades del tirano. Ante el estupor de la gente y con megáfono en mano incitaba a las marchantes a defender al asesino.

La monjuela parecía en éxtasis, en una comunión intima con Dios, es más, todo parecía indicar que sangraría, como lo hacen aquellos que logran conectarse con el supremo. Después de todo el parloteo tomó agua, demás que era agua bendita, esa agua que mata hasta los parásitos. Si Dios existe seguro que debe estar retorciéndose de dolor, al ver semejante engendro defendiendo al hijo de Satanás. Todo parece dar e entender que Dios no existe porque de existir hubiese mandado una tempestad que habría acabado con todos esos insensibles que estaban apostados en las afueras del congreso, pero no, hasta un día hermoso hizo.

Después de tal hazaña la monja quedó exhausta, se sentó en una banca del parque y quedó en un estado de misticismo que ni las piedras que lanzaban los opositores lograba volverla a la realidad. Seguro que logró ese contacto con la divinidad, ahora si que seria más difícil encarcelar al enano maleficio, pues parecía tener hasta Dios de su lado. No se supo con certeza cuánto tiempo estuvo en ese trance con el creador, lo único cierto es que cuando volvió a la realidad, había sangrado tanto que sus hábitos estaban rojos. A mala hora le vino el periodo y no se había dado ni cuenta. Y para rematar su obra de arte se había cagado también. Al otro día se supo que no era monja, sino una ladrona como todos los uribistas.

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

AUTOR: PEDRO MORENO MORA
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