La Española - II
La mañana del 15 de febrero de 1941, Maura se encontraba en el muelle del Puerto de Buenos Aires junto con sus familiares, esperando el arribo del buque que traía a su prima Ignacia. Los padres de Ignacia habían desaparecido a los pocos días que sus amigos fueran fusilados, ellos también eran miembros del partido y estaban fichados, habían tenido suerte en una primera redada, pero finalmente cayeron.
Un par de meses antes habían llevado a su única hija a la casa de la abuela que vivía en la campiña y habían regresado a Madrid. Fue la última vez que la jovencita de 14 años vio a sus padres. Al enterarse de la nefasta noticia, la abuela agobiada por el dolor no tardó en seguir el mismo camino que su hijo y su nuera, la infeliz adolescente se encontró sola en el mundo.
Una familia vecina la mantuvo oculta mientras otros intentaban ubicar a su único tío en América, finalmente encontraron cartas en un viejo cofre de la abuela y le escribieron poniéndole al corriente de lo ocurrido y del estado de indefensión en que había quedado la jovencita. El tío no desoyó el pedido de auxilio y mantuvo una fluida comunicación con los benefactores de Ignacia hasta que, en enero del 41, lograron embarcarla en un buque con destino a Buenos Aires.
Nuevamente los tíos de Maura habían colaborado y la joven también lo hizo en esta oportunidad, no podía menos. Se sintió identificada con esa jovencita, más joven pero más sufrida que ella. Por lo menos sus padres y hermanos estaban bien y podrían esperar un tiempo más.
“La Española” ocultó sus lágrimas esa mañana en el puerto al pensar que la viajera podría haber sido alguno de sus hermanos, pero rápidamente dejó de lado esos pensamientos egoístas y se alegró por la niña que, al fin, encontraría un hogar dónde continuar su vida, en una tierra lejana a la suya, pero en una buena tierra, como ella ya lo había comprobado.
Cuando la frágil Ignacia se encontró refugiada entre los brazos de sus familiares, Maura y su tía intercambiaron una mirada de emoción y alivio. Uno más que ya estaba a salvo en América.
En el momento de salir del Puerto, luego de pasar por las Oficinas de Inmigración, Maura no pudo menos que mirar con nostalgia al viejo buque.
- Trae pronto a los míos - pensó – tráelos por favor, los necesito.
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La Española - III
- Natalio, ven a comer hijo, la abuela ya tiene lista la rica polenta que tanto te gusta.
Marietta llama con dulzura a su hijo mayor, es el que más la preocupa, todo el día metido de lleno en esos enormes tomos de medicina. El muchacho vive estudiando y ella lo ve más pálido y delgado que nunca.
Es verdad que Natalio nunca fue robusto como su padre, pero ahora lo ve más pequeño físicamente, como si estuviera consumido. Eso la preocupa. No deja de pensar en el hijo de Lucía Ramírez, el muchacho contrajo tuberculosis y la madre tenía que viajar todos los meses a Córdoba, a un lugar en las sierras dónde le habían dicho que se repondría. Lucía lloraba al regreso de cada viaje, veía a su hijo de lejos, no le permitían acercarse a más de tres o cuatro metros, no podía ni siquiera abrazarlo.
Marietta temblaba recordando lo unidos que eran Natalio y Sebastián el hijo de Lucía. ¡Maldita tuberculosis!
- Natalio, vamos hijo, que tu padre está en la mesa esperando y ya sabés como es. No le gusta esperar.
Natalio es el único hijo del matrimonio Iacono que ha decidido estudiar, primero tuvo que lograr que su padre comprendiera y aceptara que ser médico era su vocación y que él no cejaría hasta lograr su cometido. Giuseppe no fue un hueso fácil de roer, estaba empecinado en que sus hijos trabajaran con él en la fábrica de carteras que tanto esfuerzo le había demandado, días y noches de trabajo desde que llegara a Buenos Aires, hacía más de veinte años.
Giuseppe finalmente comprendió la vocación de Natalio; este siciliano de hermosos ojos azules y corazón generoso, no pudo negarse al pedido de su hijo preferido y, la verdad es que se sentía orgulloso del muchacho.
Cuando se reunía con sus amigos en el Bar a jugar al “Tutti” o “Tute” discutía con los gallegos que el origen del juego era italiano y los otros, por supuesto, decían que era español; discutían entre palabrotas un rato, como por costumbre y luego comenzaban el juego, “El Tano” no perdía entonces la oportunidad de pavonearse diciendo a todos que su hijo sería “dottore”.
En el Bar del “Polaco” se congregaban inmigrantes de todas las nacionalidades que habían recalado en el barrio; en su mayoría eran europeos, una gran confraternidad dónde los parroquianos contaban sus experiencias; el por qué de su decisión de emigrar dejando atrás su terruño y las esperanzas volcadas en la nueva tierra.
Eran épocas duras en una Europa convulsionada por diferentes guerras que parecían no dar descanso. Quizás alguna vez esos hombres habían estado enfrentados en trincheras opuestas, hoy solamente los separaba una mesa de café. Atrás había quedado todo, lo bueno y lo malo que cada uno había vivido, ahora todos estaban en América cicatrizando sus heridas, intentando crear nuevas raíces.
Giuseppe, siendo casi un niño, fue alistado por el Ejército Italiano para combatir en una de las guerras más cruentas de la historia, la guerra del 14. Abandonó la casa de sus padres en la pequeña ciudad de Vittoria en la Provincia de Siracusa, acompañado por los gritos y el llanto desgarrado de su madre. Nunca más volvió a ver a su familia.
Sobrevivió con heridas en el cuerpo y en el alma. Una mina le había dejado un muñón en dónde antes estaba su pierna derecha. Sus hermanos y sus padres no habían tenido la misma suerte. Los hermanos dejaron sus cuerpos destrozados en alguna trinchera, sus padres murieron agobiados por el dolor de la pérdida de todos sus hijos, sin llegar a saber que Giuseppe había sobrevivido; un amigo les había contado que lo vio volar al pisar una mina.
Giuseppe, finalizada la guerra y encontrándose sin familia, decidió vender la pequeña propiedad de sus padres y contrajo matrimonio con su novia de la infancia, la bella Marietta quien ya conocía las intenciones del joven de emigrar a América, y así lo hicieron. Viajaron en la bodega de un barco de la post guerra hacinados a otros inmigrantes que solo querían escapar de Europa y lo hacían de la única manera posible y la más barata. Ellos preferían guardar el poco dinero que llevaban para poder iniciar su vida en ese Buenos Aires del cual tanto les habían hablado. Una ciudad llena de oportunidades y lejos de las guerras.
Lo habían logrado y allí estaban, con su pequeña fábrica y también su pequeña familia, luchando siempre para no caer en la miseria. Lo habían hecho bastante bien.
Incluso ya, hacía unos años que habían podido hacer viajar a la madre de Marietta que había quedado sola en Sicilia. La Nonna, como todo el mundo la llamaba, pasó a ocupar un lugar importante en la familia y todos la adoraban, incluso los empleados, ya que muchos de ellos la veían como a sus propias madres que habían dejado en sus patrias de origen.
Giuseppe muchas noches despertaba temblando de fiebre, una fiebre extraña que desaparecía en la mañana y de la cual solo era testigo la dulce Marietta, una fiebre producida por los recuerdos que el corazón de ese buen hombre guardaba, fantasmas de horror, dolor y muerte que retornaban sistemáticamente para torturarlo.
Corría el año 1939 cuando su amigo, el Gallego González, le pidió trabajo para su sobrina recién llegada de España, una joven de dieciocho años que necesitaba trabajar para ayudar a la economía del hogar que la acogía y ahorrar, en la esperanza de traer a su propia familia. Giuseppe no pudo negarse, apreciaba especialmente al gallego y con gusto aceptó que Maura trabajara en su taller, allí se les pagaba a las jóvenes costureras un sueldo digno y si hacían más horas de las acordadas, se les pagaba un sobresueldo.
Fue así que las puertas de la pequeña fábrica de la calle Las Piedras se abrieron un día para que La Española entrara en la vida de los Iacono.
María Magdalena Gabetta (continúa) |