Uno sube por que se distrae en el trayecto, sabe muy bien que el bajísimo precio que debe pagar por su uso se compensa con incomodidades y algunos desencuentros, pero se arriesga.
Los pasajeros son variados, del sexo femenino, masculino y otros no especificados en fábrica, educados y de los otros, con sombrero de fieltro o gorro de baseball, cara amistosa o fiera, jóvenes, adultos y entrados en años.
Por temporadas, se suben a veces viejitas criticonas, dadas a exigir trato preferencial, la mayoría les trata cordialmente, yo no las soporto: siempre fui ajeno a críticas no requeridas y egos inflados. También suben viejitos verdes, que está claro que en lo único que piensan es en tetas, nalgas y cópulas imaginarias; a veces tienen algo de interesante para escucharles, pero la verdad es que su obsesión con lo que desean y ya no pueden, es cansina.
Los pasajeros de menor edad son preocupantes, está claro que a casi todos, nadie les enseñó a convivir con respeto por lo ajeno y la etiqueta civilizada; agreden, se expresan en su jerga lunfarda y desprecian a los menores y sobre todo, a sus mayores, cómo odian a sus mayores.
Hay pasajeros muy agradables, cordiales, de buen vestir y mejor tratar, pero son contados; los de torva actitud y criminales intenciones suelen ser más numerosos. Suben y bajan a veces con mal logrado disfraz atentos para atacar, burlarse de otros y expulsar sus pústulas internas con cualquier excusa; algunos huelen realmente mal, pues se nota que adoran revolcarse en cuanta inmundicia encuentren.
El conductor no se deja ver, maneja y pareciera ajeno a lo que hacen o dejan de hacer los pasajeros, a ellos debe bastarles que esté dispuesto a seguir con el vehículo en movimiento.
A veces me prometí no volver a subir y caminar, pero llevo años volviendo al bondi azul porque además de la distracción, hay unas pasajeras que son adorables y me aceleran el pulso, algún día me atreveré a sentarme a su lado.
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