A menudo me pregunto: ¿Cómo contarlo? ¿Cómo dibujo esa sucesión de frases para que alumbren el relato? Las palabras son de gelatina, caracolean en los espacios y se desvían por otros rumbos, la frase que intentaba contar se ha ido a contemplar los destellos de la luna y yo, distraído y perplejo, le pido al satélite que muestre su lado oscuro. Y la luna sonríe con sus angelitos blancos desfilando en los mares estrellados y pareciera replicarme: ¿Y por qué no lo muestras tú? Y me quedo en silencio y es como si esa luz taciturna me hubiese golpeado en el punto más sensible. Por último, esa palabra remolona regresa al relato como una babosa inconstante y la frase adquiere carácter. Pero, ¿será suficiente? ¿Es hambre? ¿Compulsión? Esto de escribir, ¿será mi lado oscuro que se deshila en palabras? La luna acomete en su semicírculo burlón, pareciera vigilar mis pasos, sonríe dibujando cenizas en su vientre ametrallado. Yo prosigo con mis cuitas y entorno las cortinas para que nada me distraiga. Sólo la luz fría de la retorcida luminaria y estas frases mías que corcovean, que arden y se invisibilizan en el papel, que no lo es, sino sólo un artilugio tecnológico plagado de sofisticaciones, puesto que mi muñeca ya no vibra ni se contornea dibujando los caracteres, sino que los amartilla en un teclado, fabricándose a cada golpe eso que llaman tendinitis y que quizás será otra cruel mueca del destino, un propiciatorio obstáculo o quizás un censor que algún día se incrustará en mi organismo para que pare, que pare de una buena vez.
Y por último, fatigado con mis intentos de acomodar los términos, la melodía, la fuerza o el remanso, acabo con esta tarea inútil de castigar las teclas y doy por finalizado el relato. Por ahora creo que es suficiente.