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Ya llevo cinco hojas de mi próxima novela cuando debo parar. Me hubiera gustado continuar varias páginas más, pero tengo que escribir un artículo para el periódico semanal. Normalmente, cuando acabo uno, ya tengo otro tema en mente. Suelo redactarlo en cuanto encuentro un hueco libre. Pero a veces, suele ocurrir que no me salen las ideas o la forma de redactarlo no me convence. En estos casos, lo mejor es apagar el ordenador y salir a caminar para despejar la mente.

Fui a una cafetería-panadería de una calle poco transitada. Al entrar, la dependienta estaba poniendo los panes recién sacado del horno a un cesto de mimbre. Cuando acabó, me llevó a la mesa el café largo que había pedido. Estaba removiendo distraídamente con la cucharilla del café cuando surgió una revelación. Inmediatamente aparté la taza a un lado, saqué mi cuaderno de notas y anoté la nueva idea.

Estaba tan concentrado en mi trabajo que no me di cuenta hasta que alguien me tocó suavemente el hombro. Era una persona mayor. Pidió permiso para sentarse en mi mesa. No puse ningún impedimento y acepté gratamente su compañía. Por el rabillo del ojo, observé que no tuvo problemas para comer su sándwich. Sin embargo, le costó mucho echar el sobre de azúcar al café. Ya tenía la pequeña taza cerca de la boca, hizo un gesto raro con sus dedos y se le cayó; empapando toda la mesa de café. Exclamó:
—¡Por todos los santos! Si le he manchado hasta su cuaderno.
—No se preocupe por la libreta. Solo son  borradores de artículos ya publicados
—le tranquilicé.
—No sé cómo diablos... —empezó a decir el hombre.
—Quizás el asa era muy pequeña. Venga, traiga otro café, pero en taza grande. Invito yo —le dije a la dependienta que estaba limpiando la mesa con una bayeta.
Cuando se fue, el hombre preguntó:
—¿Eres periodista?
—Soy escritor. Pero colaboro en una columna —aclaré.
Se quedó pensativo un momento. Después comentó:
–Tengo una historia. A lo mejor le interesa.
—Soy todo oídos —le animé.
—A un paisano mio, Martín, de Cervico  de la Torre, le devolvieron su juguete después de 83 años.
—¿Qué juguete es? —pregunté.
—Un sonajero. Su madre lo llevaba en su bolsillo cuando el otoño del 36, fue ajusticiada... —de repente, calló y se quedó pensativo mirando su taza.
—Mire, para un arqueólogo —proseguí— encontrar un hacha prehistórica o restos de una vasija romana en un determinado lugar,  tiene mucha importancia. Nos explican cómo vivieron nuestros antepasados y podemos reconstruir nuestra historia. El caso del sonajero, aunque su historia es  trágica, no pierde valor. Solo me limitaré a los hechos. Se sabe que durante la guerra civil española a la población, hicieron barbaridades tanto como un bando como el otro. No voy a emitir ningún juicio. Para esto, están los historiadores y los jueces.

Horas más tarde acabé el relato y lo envié a la redacción por email.  Podéis consultar en la web:  https://elpais.com/elpais/2019/07/16/eps/1563299635_305765.html?id_externo_promo=enviar_email . ¿Quién iba a pensar que un simple juguete sería determinante para la identificación de una madre?

Texto agregado el 29-09-2019, y leído por 144 visitantes. (3 votos)


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