El eco, alargándose en la distancia con su iteración de palabras ajenas, sólo es sustento y testimonio de locuras arrojadas al viento, ilusión de perpetuidad rebanada en los riscos agudos que devuelven un diapasón que se burla de sí mismo.

Un hombre escupió su furia a sabiendas que el sonido de su voz rebotaría en la lejanía espejeando el grito como una consigna que se diluyó en los contrafuertes sordos y neblinosos. Entendió que el odio se quiebra en sollozos que emigran a bosques lejanos.

El que amaba sin que ese fuego de su corazón tuviese correspondencia, arrojó un ¡te amo! para que se desbarrancara en el vientre de las rocas y esa reverberación desesperanzada llegó tarde a sus oídos, porque tras lo gritado, el mismo se precipitó en pos de esa declaración sin respuesta.

Pocos saben que en la soledad absoluta, los ecos crean diálogos dislocados, son palabras que se quedaron suspendidas en las oquedades y que reviven de acuerdo a parámetros inexplicables. Un Holaaaa asexuado termina por desintegrarse en los faldeos rocosos en el mismo momento que un Soy libreee alcanza la última apoteosis antes que la consigna se disuelva en el afluente sordo que traquetea entre los sauces. Y un Te amo revolotea cual paloma gris que busca un destinatario inexistente. Como consuelo, es besado por la sombra de una noche enamorada que lo replica en suspiros de mirlos. Los ecos juguetean en la noche con las voces ajenas y lejanas que muerden los lomos de las liebres y espantan a las almas sin dueño.