Nosotros la pisamos por vez primera,
llamamos a su puerta, la golpeamos,
entre inocencia y sorpresa,
ella se despertó, germinó, se entregó
para alimentarnos, para darnos vida.
Nosotros la ocupamos, nos la dividimos,
repartimos, cogimos sus frutos, sus simientes
sin preguntar, sin previa consulta,
nos erigimos dueños de la tierra, donatarios
y (claro) nada nos fue contradicho.
Nosotros nos declaramos primigenios
de una familia que nunca nos mereció,
que nos observaba atenta e incrédula,
nos aconsejaba prudencia y cordura
y nos alertó contra nosotros mismos.
Nosotros usufruímos arrogantes
nuestra residencia en la tierra,
relegando el esperado amor maternal
a una absurda e insensata rebeldía
que terminó por condenarnos.
Nosotros la quemamos, la herimos,
sin diálogo, sin preguntar, altivos
nos entregamos a un juego predatorio,
que inició irremediablemente un fin
que nosotros mismos comenzamos.
Nosotros negligenciamos sus gritos,
sus lamentos, sus proclamas
y ella se revolvió inquieta, imprevisible
para avisarnos del inminente peligro
de jugar contra nuestro único hábitat.
Nosotros nos dividimos:
los incrédulos y los creyentes,
los omisos y los activos,
los destructores y los constructores
y ni las evidencias nos unieron.
Nosotros lo vimos venir,
antes y después del ocaso,
cuando había solución,
cuando ya no había más vuelta,
pero la tierra no se quiso ir a dormir.
Nosotros invocamos al exterminador
y Abaddon acudió a la llamada
para iniciar el fin de los tiempos,
un generoso apocalipsis colectivo
que nos eliminará sin piedad.
Y nosotros... |