Cuando en una película cualquiera, surge cierta escena en que un grupo de personajes juega a los naipes, la trama se me complica de sobremanera, ya que en ese instante sólo contaré como pista los rostros de los contendores y por supuesto, un primerísimo primer plano de esas cartas que no tienen significado alguno para mí. En este supremo recurso de percepción, contemplaré los gestos, las miradas, los balbuceos de los “malos”, que casi siempre titubean, traspiran y refunfuñan sin siquiera afanarse en disimularlo. En el rincón opuesto, alguno de los jugadores es el “bueno” o el “jovencito”, el imperturbable que arroja la carta sobre la mesa con gesto resuelto. Si es un filme del lejano oeste, y si la carta aquella es la que resuelve el juego a favor del bueno, el malo desatará todos los nudos de su ira y pateará con violencia la mesa, despaturrándolo todo y no contento con esto, desenfundará su pistola para borrar de un balazo al que se atrevió a dejarlo en ridículo. Pero el jovencito, por supuesto, será mucho más veloz en esto de sacar el arma y despachará al malulo con un certero disparo de fantasía.
Será quizás por este asunto que jamás he querido aprender juego alguno relacionado con los naipes, temo aprenderlo muy bien, pero no lo suficiente como para ganar todas las manos. Y como soy mal perdedor, es muy posible que comience a traspirar helado, me sulfure y quiera voltear también la mesa, como lo hacía con el tablero de damas cuando mi hermana me estaba dando una paliza. Prefiero concentrarme en las observaciones que ya me son habituales y ponerle el ojo a los gestos, las manos y el sudor, asuntos que para mí son mucho más determinantes que una escalera real.