La última gota rodó silente por un risco ya extinto y prosiguió su lento avance de cristales resignados por los suelos como una precaria limosna que a su vez era el epílogo. Y como el llano y los antiguos animales sólo eran el polvo del polvo reminiscente, tal como las gavillas mustias que aguardando la melodía del viento se quebraron a la vera, la gota prosiguió su rodar innecesario sin que los peñascos sorbieran su acorde de réquiem.
La gota brilló al trasluz de un sol mortecino iluminando la panza de los guijarros que minúsculos, parecían hormigas grises. Ésta prosiguió su último rodar sin que hubiese surco, pico o guargüero que le diese fin.
Una explanada reflejaba los morenos rayos del astro rey, haces achocolatados que iluminaban el perfil de las serranías costrosas. Allí hubo un lago, que sumidas sus aguas en el vientre pétreo de la tierra, lamía el polvo grisáceo y oscuro imitando a los viejos vientos que sólo espejeaban en las tinieblas. La gota llegó al centro del sécano y allí aguardó que la noche fuese su tumba. Tras ello, jamás amanecería.