Se detenía enfrente de esa vitrina y contemplaba con deleite indisimulado esas tapas coloridas y satinadas en donde sobresalía el arte gráfico relacionado con la obra. O en su defecto, eran sólo grandes letras que se destacaban sobre un fondo monocromo. Daba igual, porque todo lo sorprendía y lo degustaba con un interés inusitado. Se admiraba por el grosor de ciertos volúmenes, que denotaban el prolífico quehacer del autor, asunto prodigioso para él, que no conseguía imaginar de ningún modo qué era lo que le permitía a alguien volcar en palabras toda la magia de su creación. Pocas veces se internaba en esa gran librería y cuando lo hacía, se deslizaba con el paso respetuoso del fiel que transita por las naves de una iglesia. No se atrevía a tocar esos flamantes libros y sólo los contemplaba con una conmoción que se visualizaba en sus ojos. Amaba los aromas que se desprendían de las tintas y que viajaban pródigos hacia su olfato como otra forma de lectura, imaginaba la textura de ese papel virginal cubierto por el plástico que sellaba todo intento. Caminaba por los pasillos, deteniéndose a intervalos en el área de la novela, cuyos nombres de sus autores lo intimidaban. Proseguía con el misterio, la acción, política, poesía, autores clásicos, cada una de las secciones las recorría con el mismo deleite, imbuido en esa atmósfera embalsamada que ha caracterizado desde siempre a las librerías.
Y se iba soñando con esas portadas oferentes y tan lejos de su alcance, libros que imaginaba fascinantes, con historias increíbles y escritos con toda la maestría de su autor, obras que de tenerlas a la mano, las deletrearía con cierta dificultad y por lo mismo, tratando de grabárselas para atesorarlas en su mente. Pero los libros eran caros y su dinero muy escaso. Y él leía tan mal que adquirirlos era un verdadero lujo y sobre todo, un despilfarro.
Una vez más, el hombre se pasea por entre rumas de libros y allí están los insignes Lope de Vega, García Lorca, Borges, Rubén Darío y Víctor Hugo entre otros, nombres que le recuerdan historias épicas. Pero él, a paso quedo, sólo se ensueña con las portadas, inspirando el aroma penetrante de la tinta, la encuadernación prolija, la tipografía. Sí, el ama los libros y los lee a su manera, sorbiendo la médula y el espíritu de sus autores, imaginando las epopeyas que se desarrollan dentro de ese objeto foliado que es tan semejante a una flor y también a una quimera.
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