Autor: Incrédulo
En aquel lejano pueblito del norte de México, en la humilde parroquia ejercía su apostolado el padre don Roque, gentil y bondadoso sacerdote católico. Tenía mucho trabajo, ya que, aunque el pueblo era chico, había muchas rancherías alrededor.
Por fin el obispo designó para ayudarlo a un joven presbítero recién graduado del seminario, algo montaraz y simple.
El curita recién ordenado veía a don Roque con veneración y quería seguir su ejemplo. Por lo que le pidió que lo oyera confesar y le diera su opinión acerca de la forma en que impartía el sacramento de la reconciliación. El padre oyó al neófito y le dijo:
—No lo haces tan mal, hijo, pero te sugiero que cuando alguien te confiese un pecado grave exclames: “¡Virgen Santísima de Guadalupe!”, “¡Santo cielo!” o “¡Jesús, María y José!”, y no: “!Uta!”, “!En la madre¡” y “¡Ah Cabrón!”. Además, don Fulgencio, el más rico ganadero de la región y benefactor de la iglesia, vino a quejarse: que le habías dicho que “era un cabrón ratero y que tenía que cambiar”. Y doña Hortensia, la presidenta de la Asociación Pía y que pertenece a la Sociedad de Hijas de María. Claro, ha tenido muchos devaneos con los mozos del campo, pero, no soltarle sin más “eres una pinche puta”.
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