El amanecer
La mujer calló. Dejó hacer. La puerta se cerró tras él.
El domingo amaneció nublado., la tarde llegó con retraso.
Noticias no fueron comentadas.
Los días pasaron. Al igual los veranos, y sus inviernos.
Quiso expresarse frente a las primeras preguntas, la vergüenza se lo impidió.
La presión aumentó, al punto tal, que la congoja ocupó su corazón.
Tampoco aquella segunda vez, logró contestar; careció de fuerzas para ello.
Temió que no habría una tercera posibilidad.
La decisión llegará. Ellos cumplirían lo pactado.
Ella también había dado el sí requerido.
Mediodía de la jornada siguiente
Todo estaría preparado. Las cláusulas del rito se cumplirían sin temor alguno.
En las últimas horas consultó con sus adentros, no podría aceptar retroceder. Sus instintos de mujer, criada bajo aquellos severos preceptos pendían sobre ella.
No fue la primera, con seguridad tendría sucesoras.
Uno a uno fueron llegando al gran óvalo rojo. Las antorchas gritaban su apagón.
Ellos, los que cumplirían las reglas, mirarían hacia abajo, como para obscurecer sus ojos ante la desdicha.
Sin ayuda alguna, no la merecía, caminaría hasta llegar frente al canasto descolorido. Las tijeras en manos de los elegidos, trabajarían sobre su cabeza.
En un santiamén, el signo del encanto, su larga cabellera, colmaría en demasía el recipiente.
El motivo de la diferencia, el emblema del respeto ante lo distinto, ello que convertía a las mujeres en seres privilegiados acabaría como un puñado de lana después de la esquirla.
La señal llegaría a su punto culmine, la luz grande del cielo coronaría las cúspides de las montañas.
Así pasaría de boca en boca, lo que correspondía sucedería.
Y... llegó la noche
El grito de la oscuridad dio paso a la noche.
Como tintínelas, los destellos palidecieron en las carpas.
La última poblada, mantenía un quiero de claridad en su interior.
Ella, la sancionada del día, terminó exhausta, con sus últimas fuerzas entró en su
exilio.
Conocía a mujeres que allí, padecían sus perennes momentos; aquellas que infringieron las pautas de los hombres.
Ellos dominaban. Su poder era inquebrantable. Sus razones, valederas.
Las comarcas vecinas, también las más lejanas, sabían los reglamentos de aquella estirpe.
Era el reino de los hombres calvos.
Su historia remontaba de los tiempos de los grandes vientos.
Leyendas trasmitidas por los de las barbas blancas, constataban que, aquellos, únicos sobrevivientes del gran colapso, constituían la cúspide de la pirámide.
Sus calvicies reflejaban las sombras del sol.
Toda mujer, que, al igual que ella, convirtió la vida de su hombre en frustrada, obligó su partida.
Estaba declarado, su vuelta era considerada vedada.
Allí, cruzando el río, las víctimas mujeres, pertenecían a otro mundo, el mundo del final consumado.
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*Registrado/SafecreativeN°0910124673557
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