El volantín se elevó en las alturas y era un punto rojo en la inmensidad azul celeste. Se mecía acariciado por los suaves vientos primaverales y se sintió poderoso en su candor de papel y coligüe, soñó con elevarse cada vez más alto hasta hacerse invisible a los ojos del pequeño que lo jalaba allá abajo. Y se remontó impelido por una ráfaga que pareció soplar sus aspiraciones hasta que se introdujo en el vientre de una nube algodonosa. En medio de esos gases incoloros tan densos pero suaves, creyó que había arribado a su reino y se recostó como sólo un volantín puede hacerlo. En ese instante, la nube pareció abrir sus compuertas y dejó caer una lluvia rosada sobre la ciudad, logrando que la gente abandonara sus hogares para presenciar tal maravilla. Hacía mucho tiempo que no llovía en esos lugares y sentir la tibieza de sus gotas en esa tarde soleada resultaba un espectáculo mágico.
El volantín ya no descendió de sus alturas y el pequeño niño jaló y jaló y mientras más lo intentaba, más arreciaba esa precipitación de tintes mágicos. Comprendió por fin, en su mente de niño perspicaz, que su volantín ya no regresaría, por lo menos en su forma de papel y coligüe. Y se dejó arrobar por esa humedad acariciadora, comprendiendo que era el alma de su humilde juguete volador.