Existen personas a la que le gusta escribir “en difícil”, como decía mi difunta madre. Son esas que escarban en los diccionarios hasta encontrar ciertas palabras casi agonizantes para engarzarlas en sus escritos, como quien coloca un papel tapiz vistoso en el muro del comedor para dejar boquiabiertas a las visitas. Y son esos vocablos con aroma a gladiolos los que de alguna forma, creen ellos, les agregan quilates a su calidad de connotados intelectuales. Conocí a uno que me solicitaba que le escribiera algún discurso, cierta carta, palabras cualquieras dirigidas a todo tipo de personas, pero que le pusiera estilo, que me esmerara en que ese discurso, esa carta o esas palabras tuviesen el trueno, la jerarquía y el misterio inscrito. Me explico. Cuando me hablaba del trueno, se refería a la fuerza o al impacto que pudiese tener ese discurso y su poder de convencimiento y cuando se refería al misterio inscrito, invocaba a esas palabras desconocidas con olor a catafalco, sonidos indescifrables que elevaban el contexto y achataban al auditorio, que se consideraba casi ignorante ante tanto deslumbre intelectual. Sólo era pirotecnia, estallidos y fuegos de colores estrellándose en el cielo para provocar el asombro, el vértigo, el aplauso espontáneo. Vocinglería de los tiempos de la crinolina, para ser más exactos.
Nadie ocupa hoy por hoy, por ejemplo, la palabra cencio, albuznaque, bolindre, bilba, venero, aberruntar, ejemplos al azar dentro de la incalculable cantidad de términos arcaicos que descansan muy arropados en las mecedoras que les proveen los editores de diccionarios a aquellos términos que ya sufren los mismos males que el hombre. Y es por eso que cuando alguien recurre a ellos para darse tono, los revive en una realidad muy distinta y tratan de disimular sus temblores, las artritis que las deforman sin remedio. Pero, tienen ese algo que aún les cuelga de sus harapos y es su inconfundible dignidad, que a algunos les provoca una sensación intraducible de turbación o de respeto, acaso la misma que producen los viejos que suben al tren subterráneo y les ceden el asiento.
|