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Buscó las últimas monedas, las contó pensativo, apenas alcanzaban para comprar algunas vituallas. Lo justo para que los niños no pasaran hambre en los próximos días; él y Matilde se arreglaban con lo mínimo, no era la primera hambruna que sufrían y la mujer hacía maravillas para alimentar la familia con casi nada.

El cielo se mantenía límpido sin rastros de una nube que anunciara el fin de la sequía.

En el viejo granero, aún había algunas mazorcas de maíz apolillado que sólo servían como ración para un par de gallinas, sobrevivientes al cuchillo de la dueña de casa, por la única razón de que aún ponían algún que otro huevo que Matilde valoraba más que un tesoro; cuando el maíz se acabara, lo que en poco tiempo ocurriría, las gallinas pasarían directo a la olla.

Por la ventana lo vio venir al “Gringo”, un politiquero devenido a terrateniente que estaba comprando campos en la zona, aprovechando la ocasión e incumpliendo deliberadamente el mandato por el cual el gobierno lo había enviado a esos lugares y que era el de ayudar, proveyendo de lo más necesario, a esa pobre gente que sufría los embates de una de las más duras sequías de los últimos años.

El ávido político advirtió el negocio y puso manos a la obra para su propio beneficio; compraba las tierras a precio irrisorio, pero con dinero contante y sonante, dinero que obtenía de forma inescrupulosa de las arcas gubernamentales y que los vapuleados campesinos, hartos de luchar, tomaban ilusionados en un cambio de vida.

Eusebio había visto a varios de sus vecinos llorando borrachos en el único boliche del poblado cercano, lamentándose por la pérdida de lo poco que tenían.

Cierto era que algunos habían optado por emigrar a una gran ciudad, dónde decían que había trabajo para todos; viajaban con sus magros dinerillos y con un papel de recomendación del politicastro para ubicarse rápidamente en un trabajo rentable, según las palabras que el mentiroso vertía en sus oídos para convencerlos.

De ellos Eusebio no sabía nada, pero esperaba que las promesas fueran ciertas, él al igual que todos ignoraba esos tejes y manejes del "Gringo", pero algo le decía que no estaba bien lo que ocurría. La realidad era que el hambre y la desesperación son malos consejeros.

Había pasado varias noches sin dormir pensando en ese momento, debía tomar una decisión y debía tomarla solo. Matilde, tampoco dormía, sólo rogaba que la decisión del esposo fuera la más acertada para el bien de la familia.

Desde que el “Gringo” lo visitó por última vez, Eusebio había tenido tiempo de meditar, recorrer el campo abrasado por el sol inclemente y quedarse durante las noches mirando “sus estrellas” como gustaba decir a los niños.

- Miren las estrellas que están sobre nuestras cabezas.

Ellos miraban obedientes y curiosos, entonces él agregaba que esas estrellas habían estado sobre la cabeza de todos sus antepasados.

- Esas estrellas y esta tierra son nuestras, porque antes fueron de su abuelo, del padre de su abuelo y de todos nuestros ancestros desde el inicio de la vida.

Los niños aún recordaban al abuelo, tan anciano que no podía caminar, sentado con la vista perdida en la inmensidad de la pampa o del cielo. El viejo no hablaba, solamente les acariciaba la cabeza con distraída ternura o trenzaba con sus manos rugosas las riendas de un caballo imaginario; un caballo altivo y orgulloso, un pura sangre que sólo habitaba en su mente y que sin embargo él veía retozar brioso por la pradera.

Ahora el abuelo estaba sepultado en el pequeño lugar dedicado a cementerio familiar, dónde supuestamente descansaban desde el primero al último de la familia, hombres aguerridos y luchadores, mujeres valientes, niños, jóvenes, ancianos; toda una estirpe que había nacido y muerto en esa tierra. Su historia y la de sus hijos estaba allí. Eusebio estaba seguro que el espíritu de su padre ahora recorría las praderas montado en el alazán de sus sueños.

El “Gringo” se acercaba, tenía ideas innovadoras y dinero; dinero para comprar sus tierras y mejorarlas; incluso, al ver la tozudez de Eusebio por mantenerse en el lugar, le había ofrecido una pequeña parcela para que construyera un rancho y, si llegaban a un acuerdo, también le daría trabajo como peón. Sintió un nudo en la garganta, venderle sería terminar con el hambre, venderle sería que Matilde y los niños no pasaran penurias; pero venderle también sería traicionar su historia, ser peón en la tierra que por derecho era suya, de sus hijos y de quienes los continuaran en esta vida.

Era una época mala, pero sabía, su dura experiencia de hombre de campo así se lo decía, que la madre tierra volvería a brindarles frutos, a alimentarlos, a cobijarlos y entonces todos olvidarían la hambruna y las risas se escucharían nuevamente entre los maizales.

Cuando el Gringo le pidiera su respuesta, él le explicaría que un hijo no puede abandonar a su madre. Aún no era tiempo, aún podía luchar. Lo haría por los niños, ellos merecían conservar su pedazo de cielo.

María Magdalena Gabetta

Texto agregado el 12-09-2019, y leído por 209 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
13-09-2019 es un lindo texto, me da la impresión de que no lo hizo "por los niños" sino por el mismo, aun así es un buen cierre psamathe
13-09-2019 Una delicia de texto nos has regalado, efectivamente el "pedazo de cielo", es lo que se defiende con el alma con la fiel esperanza de que vendrán tiempos de lluvia. Gran similitud con la gente de mi país. Felicidades!! clandestino
13-09-2019 Insisto: Tú escribes para mi patria. Mirándola y mirándoles(mis gentes). La mía es tál cuál. Te felicito. peco
13-09-2019 —Es esta una historia que se repite en el tiempo, hoy mismo muy cerca de Santiago hay lugares en que la sequía, que ya dura años, se adueño de los campos y hasta los ríos se secaron, por ello muchas familias se ven en la misma disyuntiva que en forma muy clara expones en este relato. —http://lanacion.cl/2019/03/10/se-mantiene-la-preocupacion-por-la-sequia-en -petorca/ —Saludos y un abrazo vicenterreramarquez
13-09-2019 Lo disfruté, Magda, me hizo acordar a mis abuelos y a los indígenas de mi zona yosoyasi
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