La caja malvada
Él tenía una pequeña caja donde almacenaba sus recuerdos. Había sido diseñada para eso, pero como suele suceder terminó guardando en ella de todo un poco; ilusiones, sueños, ambiciones, rencores, deseos y palabras que nunca se dijeron.
Le gustaba imaginar que su caja era de marfil, aún cuando el tiempo demostró que era tan sólo de hueso común. También, suponía que en su interior había una infinidad de pequeños compartimentos en los que se esforzaba por ordenar todo lo que allí guardaba, sin embargo cuando quería recuperar algo descubría con pesar que no estaba en el lugar donde lo había depositado y era necesario invertir mucho tiempo en su búsqueda. Muchas veces pasaban semanas sin que apareciera.
Le preocupaba que las cosas estuvieran cambiando de lugar constantemente. Incluso, en contadas ocasiones daba la impresión de que éstas se ocultaban de su alcance por lo que comenzó a obsesionarse con la idea de que la caja tenía vida propia y era ella quien las movía sólo para molestarlo.
Una tarde de primavera, mientras caminaba de su trabajo a casa, cruzó un parque en el que se encontró un macizo de azucenas que estallaba en grandes ramos de flores. En ese preciso instante le pareció recordar que su madre cultivaba en una maceta una planta similar en la casa donde pasó su infancia. Buscó de inmediato ese recuerdo en su caja de marfil, pero la caja con una risa ahogada que nada más él podía oír, le devolvió otro recuerdo, también de su madre y flores. En éste aparecía ella muy bien arreglada, peinada y maquillada, vistiendo su mejor atuendo, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos entrecerrados reposando en un ataúd rodeada de flores. Las lágrimas inundaron sus ojos, su cabeza giraba vertiginosamente, sus piernas escasamente lo sostenían. De la caja salía una risa que lo estaba volviendo loco y de la que no podía escapar.
La caja lo acechaba, buscaba sus momentos de distracción para revolver sus recuerdos y así herirlo, cambiando los tristes por alegres y viceversa. Conforme pasaba el tiempo la caja ideaba más formas de perseguirlo con el único propósito de hacerlo sufrir.
Una noche de verano en su cama lo acompañaba la soledad. Hacía calor, pero la soledad es una fría compañera que lo incitaba a cubrirse con una vieja manta de la cual no podía recordar su origen. Le era imposible conciliar el sueño, el ruido infernal de miles de pequeños compartimentos abriéndose y cerrándose mientras intercambiaban su contenido le impedía descansar. Cerraba los ojos y aún así veía cómo la caja disimuladamente lo observaba, veía su desesperación, medía su angustia y conforme éstas crecían, la caja desordenaba más y más su contenido, como un experto croupier que baraja un mazo de cartas.
Ante la imposibilidad de detener la frenética actividad de la caja, decidió seguirle el juego y concibió un plan que le pareció magistral, ya no buscaría más, de ahora en adelante sólo abriría un compartimento al azar y recrearía su contenido. Dejó que los compartimentos giraran y giraran y cuando supuso que la caja estaba descuidada, atrapó uno y lo sostuvo con firmeza. Se trataba de una pequeña etiqueta de color amarillo montada en un porta etiquetas de metal oxidado que indicaba con tipografía antigua: Ilusiones.
Su corazón se aceleró, su respiración se agitó y los nervios lo traicionaban, ¿qué podría haber allí? ¿Estarían las tantas veces que sus sentidos lo engañaron jugándole malas pasadas o serían situaciones irreales que alguna vez le sugirió su imaginación? Abrió el compartimento y de él salto una muchacha joven, rubia, sonriente y de cara bonita. Era Marlene, aquella compañera de su primer trabajo que se sentaba a dos escritorios de distancia y la miraba de soslayo evitando que se diese cuenta de que él no podía apartar su mirada de ella.
Marlene, además de rubia y bonita, era simpática por lo que siempre estaba rodeada de uno o varios compañeros de trabajo, esto aunado a la timidez de él, lo limitaba a la ilusión de sólo mirarla. Una tarde coincidieron a la salida del trabajo, llovía y él ofreció acompañarla y compartir su paraguas. Con una sonrisa enorme que mostraba lo blanco de sus perfectos dientes ella dijo: –sí–, con marcado entusiasmo. Lo tomó del brazo y acercando su cuerpo al de él caminaron hacia la estación del transporte.
Finalmente, se le presentaba la oportunidad que tanto había imaginado, estar a solas con ella y decirle lo que sentía. Pudo haber dicho “quiero todo contigo” o “me gustas” o “te veo y me estorba la ropa” o simplemente “te invito un café”, pero su mano tomándolo del brazo, su cuerpo tan cerca del suyo bajo el paraguas, las piernas rosándose a cada paso y el perfume embriagador que de ella emanaba, le sellaron los labios y sin poder articular palabra alguna la acompañó hasta el transporte. Hizo un ademán que pudo haber sido un adiós y se perdió en medio de la lluvia.
Los sollozos ahogaban su garganta, la tristeza lo invadió y cuando quiso depositar el compartimento en su lugar vio con horror que la caja había hecho otro cambio, sólo que en esta ocasión en vez de cambiar el contenido, había cambiado la etiqueta. El sudor que caía de su frente diluyó la tinta sobre la escritura Ilusiones y dejó al descubierto el título original: Palabras que nunca se dijeron.
Con el paso del tiempo la situación empeoraba, la caja no sólo cambiaba las cosas de lugar, ahora además abría permanentemente diferentes compartimentos y le leía en voz alta su contenido. Un día proveniente de un compartimento etiquetado como Ambiciones, le leyó al máximo volumen aquel proyecto de estudiar Derecho y convertirse en un paladín de la justicia, defender a los inocentes, procesar a los culpables y ser reconocido por su imparcialidad y buen juicio.
Y entonces, por primera vez reconoció que la caja tenía vida e inteligencia propia y comenzó a tratar de dialogar con ella: –sí, yo ambicionaba ser abogado porqué mi padre fue injustamente despojado de todo lo que logró en su vida y yo debía recuperarlo e impedir que eso le sucediera a otros.
La caja rápidamente abrió otro compartimento, en este caso uno etiquetado como Definiciones y recitó: –ambición: deseo ardiente de conseguir algo por lo que se lucha con vehemencia–. Acto seguido lo increpó: –¿tú qué hiciste además de fantasear con la idea e imaginarte en el estrado dictando sentencia?– Y continuó: –¿cuándo tomaste un libro de leyes? ¿Cuándo preguntaste en la Escuela Libre de Derecho cuáles eran los requisitos de admisión?
Y nuevamente la caja abrió otro compartimento en el que la etiqueta decía: Hechos. De allí resumió rápidamente su vida: burócrata de lunes a viernes, trabaja en oficina de gobierno de ocho a tres, por las tardes televisión y los fines de semana cine y futbol.
Después, la caja le brindó una nueva sorpresa. Inició moviendo su contenido a voluntad, luego comenzó a hablarle y ahora le proyectaba imágenes. Él cerró los ojos y los cubrió con ambas manos, pero aun así las imágenes de una nitidez impresionante seguían desfilando frente a él y en ellas se observó cómo la caja lo veía. Estaba él en un salón enorme lleno de escritorios, vistiendo un viejo traje obscuro brillante de tanto plancharlo, camisa blanca con el cuello percudido, corbata descolorida salpicada de algunos restos de comidas pasadas y sentado atrás de uno de esos escritorios color gris repleto de expedientes amarillentos que simulaba estudiar, pero que en realidad sólo tomaba de un anaquel para colocarlo en otro, (lo mismo que hacía la caja).
La aflicción lo invadió. Las imágenes se seguían proyectando, las voces no cesaban y seguía el movimiento de los recuerdos, ilusiones, sueños, ambiciones, rencores, deseos y palabras que nunca se dijeron las cuales no eran otra cosa más que su vida.
Era necesario callar las voces y parar el movimiento de los compartimentos. Había que borrar las imágenes. Buscó con desesperación la llave de la caja, había decidido vaciarla de una vez por todas. Recorrió la pequeña habitación y no la encontró. Terminó agitado, con un fuerte dolor en el pecho y recargado en el viejo escritorio de su abuelo que hoy ocupaba una esquina del aposento. Revisó los cajones, buscó algo que le permitiera abrir la caja. Encontró un objeto metálico, lo recargó en el borde de la caja y lo oprimió contra ella.
Se escuchó un gran estruendo que acalló las voces. La tapa de la caja voló en mil fragmentos de hueso común y los compartimentos se esparcieron por toda la habitación incrustándose en las paredes de la misma, dejando allí pequeñas marcas de color sepia y su contenido al contacto con el aire se inflamaba produciendo diminutas llamas rojizas.
Ahora sólo hay silencio y por fin él ha recuperado la paz y tranquilidad perdidas hace ya tanto tiempo.
***
Sentados en la orilla de la cama el médico forense y el inspector de policía observan la habitación y el desastre que allí impera. El inspector mira con detenimiento el antiguo revólver y dice en voz muy baja como si hablara consigo mismo:
–Hubiera jurado que este viejo armatoste no disparaba.
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