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Los noventa y siete años de don Alfredo planearon imprudentes esa madrugada y se le metieron implacables en todo su adolorido cuerpo y en su mente aún lúcida que confunde las fechas pero no esas imágenes nítidas que desde sus ojos prístinos viajaron a guarecerse para siempre en su memoria. Anclado en su silla de ruedas avista a la María, su primera polola, de blanco imprudente, sonriéndole con esa boca entreabierta que propiciaba el deseo. Pero no fue la María con la que tejió su existencia, si no con la Clarita, a la que ató sus días y sobre todo sus noches fogosas para perpetuarse más tarde en una parentela tan vasta como hoy ausente. Sonríe, para disimular sus ojos humedecidos mientras contempla la trayectoria diaria de ese sol pendular que coquetea a veces sobre su testa. Clotilde, su cuidadora, descorre el escenario de las cortinas para que el astro rey le musite su biografía cálida y de paso le permita que sus huesos longevos tengan el privilegio de lamer siquiera el recuerdo del vigor ya perdido. Su cuidadora ya ha repasado su inventario de sabores para hermanarlos en la profusión, color, aroma y evocación de esa cazuela que renace desde la memoria para materializarse en sendos platos humeando su fanfarria. Ambos, almorzarán en ese comedor que parece agigantarse aún más ante la ausencia de los suyos, que se repartieron hacia todos los puntos cardinales, como si fuesen el ejército del imperio romano conquistando para sí sus propios territorios. Pero la tristeza mansa del viejo no nace tanto de la ausencia de los hijos como sí la de Clarita, su viejita adorada, que un día le susurró en el oído que lo amaría para siempre, antes que la parca la fotografiara en el dulce e inmóvil gesto final.

Y entre cucharada y cucharada, don Alfredo sazona el delicioso plato con sus añoranzas, mientras doña Clotilde mastica sin desearlo un recuerdo ajeno que se le ha mezclado con ese trozo de carne, por lo que un sorbo de vino tinto disuelve esa cosa inmaterial y extemporánea que le ha desvirtuado el goce de esa cazuela.
La alarma del teléfono los sobresalta. Es Carlos Alfredo, el hijo mayor, que reside en Boston y que está atado por una multitud de actividades.
-No se preocupe hijo. Algún día nos veremos si es que la cuerda no se me acaba antes.
Las llamadas se repiten cinco veces más, cada uno de sus hijos ha optado por colgarse al cable telefónico para desearle al anciano que sus días sean lúcidos y transparentes. El viejo le sonríe con ironía a la cuidadora: -Lúcido estoy dentro de mi locura, trasparente, algún día, algún día.
El sol le hizo una morisqueta a don Alfredo y lo sumió en sombras. La tarde se arremolinó y se debatió rebelde antes de arrastrar consigo las sombras de los transeúntes, de los árboles añosos y de los espectros que vestidos de la ceniza oscura de la penumbra, se mimetizan con esos perros vagos, ese hombre mustio que camina de espaldas al último fulgor del día. En esa vivienda algo descuidada, Don Alfredo inicia desde su lecho su romance con la luna. Es una historia cotidiana que callará la noche repartida en sus cauces infinitos.












Texto agregado el 01-09-2019, y leído por 213 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
02-09-2019 —No sé si al leer siento tristeza, pena o dolor, aunque si sé que don Alfredo morirá solamente con la compañía de doña Clotilde y los hijos llamarán, sólo por cumplir, recién cuando sea la fecha de un nuevo cumpleaños. —Un abrazo. vicenterreramarquez
02-09-2019 Que triste es darlo todo por los hijos y llegar a un momento en que al pobre viejito ,con tanta edad se le humedecen los ojos al sentir ese abandono. Pero ciertamente él dio todo por ese amor que se fue antes..Clarita Felizmente,él sigue esa vida y tiene la fuerza para decirle a sus hijos que no se preocupen.... Uffffs me emociona demasiado****** Un abrazo amigo Victoria. 6236013
01-09-2019 Conmovedora y triste historia que se da más frecuentemente de lo que quisiéramos. Impecable narrativa. Un placer leerte, Guido! Clorinda
01-09-2019 Una maravilla tu narración. Me gusta muchísimo este texto, Gui!!! MujerDiosa
01-09-2019 De una gran calidad tu narrativa. Comunica no sólo situaciones, sino sentimientos. Entiendo la parte de la tristeza. Pero don Alfredo es un milagro de vida diaria, que al fin y al cabo es lo único que tenemos. Cada día. Cinco aullidos cumpliendo dias Steve
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