¡No puedo creer como los hombres pueden ser tan oportunistas!
Ayer por la tarde, me tomé casi una hora en preparar un apetitoso sándwich que contenía todo lo que mi cuerpo deseaba. Una deliciosa hamburguesa casera de carne preparada con mis propias manos, a partir de un trozo seleccionado de lomo vetado. La acompañé con unas hojas frescas de lechuga morada, con unas rodajas del tomate más rojo que pude encontrar en la canasta de verduras. Un oloroso tomate que al recibir su primer corte inundó el aire con su sabrosa fragancia de recuerdos de antaño. Sobre el tomate unas tiras de cebolla que dejé en agua tibia con sal, el tiempo exacto para que se desprendiera su efecto lacrimógeno sin perder su agradable crujencia al oído.
Todo esto, maravillosamente dispuesto en un fresco y tostado pan frica, aderezado con la cantidad justa de mayonesa casera. Ni tanta mayonesa que escondiese la explosión de los distintos sabores, ni tan poca como para que no conjugase la armonía de la mezcla completa en el paladar.
Lo llevé cuidadosamente desde la cocina a la mesa del comedor, luego regresé al refrigerador por la cerveza rubia enfriada durante cuarenta y dos minutos antes en la heladera. Quería beberla a la temperatura exacta que me resulta plenamente refrescante.
De regreso, no terminaba de asomarme por la puerta del comedor y veo que Gustavo, el viejo simio que tengo por compañero (con el respeto que me merecen los simios), se había zampado descaradamente mi creación. Famélico la atacaba una y otra vez con enormes mordiscos, como regordete león luego de despertarse de su largo sueño, actividad que le ocupa gran parte de su productivo día.
Ante tamaño acto de oportunismo, me bajaron todos los ánimos de comenzar un soliloquio reflexivo, pues nunca me escucha, de la injusticia reflejada en sus actos, con la esperanza de sensibilizar su juicio frente a este tipo de conductas y de paso corregir su actuar ante posibles repeticiones futuras. En otras palabras, darme a la difícil tarea de adiestrarlo, aunque ya son tantos años de infructuosa labor que creo inútil cualquier tipo de esfuerzo.
__ ¿Cómo pudiste robarme la satisfacción de mi creación? ¿Acaso me has visto, alguna vez, echar mano a esos chocolates que tanto te gustan? Como me negaste la posibilidad cierta de poner la punta de mi lengua sobre ese trozo de tibia carne, sentir su sabor, disfrutar su húmeda y jugosa esencia escurrir delicadamente en mi boca. A esta altura del monólogo, extrañamente ya había cautivado toda su atención. Me miraba como si yo fuese una presa distraída en medio del Serengueti.
No me importo y continué con la perorata. Como me quitaste la satisfacción de acabar con las manos completamente salpicadas, cerrar los ojos en una respiración pausada de momentos de pleno regocijo consumido. Te aseguro que la próxima vez que compres un chocolate ¡Te lo comeré todo! Te lo repito ¡Te lo comeré todo! Para que puedas sentir lo que siento yo ahora.
Aún no terminaba de decir mi sentencia condenatoria, cuando intempestivamente tomando su monedero salió apresurado de la casa. Lo increpé, molesta por dejarme hablando sola.
__ ¿Y ahora a dónde crees que vas?
___ A la esquina a comprar un chocolate, me respondió con la alegría de un niño. |