Esto lo escribo para ti, Agustín. Te me apareces en las diversas fotografías que suben a Facebook y compruebo que la promesa que se vislumbraba en el vientre de tu madre, mujer esforzada por sobre cualquier otro predicamento, ya la representa tu personita esencial, piel e inocencia succionando la teta de esa mujer que te imaginó y se entregó a la tarea de traerte a este mundo. Eres, por cierto, un bebé semicalvo que sólo sabe contemplar con esos ojitos curiosos esto que te rodea y que ahora te hace espacio para que seas una persona más. No todo es miel sobre hojuelas en este mundo que se te ofrece y la primera y dolorosa evidencia fue que tu padre, no bien naciste, por razones que ignoro, abandonó el hogar que con mucho esfuerzo había levantado junto a tu madre.
Lo penoso fue que mientras se instalaba tu cuna en el cuarto que tu progenitora te había preparado con toda la ilusión del mundo, tu padre, o mejor dicho el que cooperó con su esperma para que tú fueses una realidad, liaba sus bártulos, te contemplaba con recelo, repitiéndose para sí como si fuese un postulado, la enumeración de motivos que lo impulsaban a tomar tan drástica decisión. Pero no llores Agustín, existe una cantidad enorme de padres que acunan a sus hijos, los bendicen con lágrimas de agradecimiento, los veneran y los guían con sabiduría por caminos floridos. Pero, por supuesto, también están los otros, los que priorizan sus grandes proyectos y que prefieren una vida sin los sobresaltos propios de un padre de familia. Es muy posible que la urgencia de tu llanto, tus naturales gorjeos y acaso tus primeras palabras sean demasiado dictractivas para ese hombre que te concedió su apellido para que fuese un simple recordatorio.
Pero no te preocupes, Agustín, tu madre firmó con mano resuelta un pacto de honor desde antes que fueses un embrión, se juramentó a protegerte, alimentarte, entregarte todo lo suyo para que seas el niño que se transformará más tarde en hombre. Intuyo que cuando eso suceda, cubrirás de besos a esa mujer que se desdobló por ti, esa leona que hoy te acuna, te amamanta y que se multiplica para que no sufras ninguna carencia.
Por ahora, sólo sé el niño bello que eres y disfruta de esa regalía. Cuando crezcas, las razones, los discursos e incluso la palabra perdón surgirán necesarias, pero con el aroma rancio de lo extemporáneo. Será el instante en que tu corazón y tu experiencia tendrán la última palabra.
(Esta historia es real. Sólo se ha cambiado el nombre del bebé).
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