La primera presunción fue que mi vecino padecía de una de esas enfermedades propias de la personalidad. Mitomanía, me aclaran. Son pocas las personas que establecen una conversación plagada de detalles que los involucran con tanta majadería. Después de transcurridos un par de minutos, uno ya se enteraba que tenía dos hijos, ambos profesionales, cada cual, una lumbrera en su propio dominio. Personajes tan pero tan brillantes que al trasluz del entusiasmo que embargaba a este vecino al mencionarlos, uno podría imaginarse que muy pronto ya se lucirían en esos programas de conversación de la TV, exponiendo esas frases, que independientes de su contenido, el solo timbre de sus voces varoniles arrancaría una merecida ovación de la concurrencia. Uno era músico, componía unos temas hermosísimos, el otro era un ingeniero que ya estaba involucrado en importantísimos proyectos.
No es mi intención menospreciar a este señor que reside tras ese muro de ladrillos que nos separa. Pero una somera ojeada a su vivienda podría entregarnos una pista más que concluyente en lo que se refiere a su verdadera condición social. Su casa, o más bien su covacha, es un rectángulo enmaderado con pequeñas ventanas y cubierto con unas láminas desvencijadas, en las que el óxido ya ha clavado su bandera de soberanía. Dos perros famélicos hacen guardia tras el portón, que mejor dicho son unas cuantas maderas aportilladas por el uso y por cuyas rendijas asoman sus hocicos estos míseros canes. Uno puede curiosear a través de dichos agujeros y descubrir sus lomos tiñosos que delatan el más ruin de los descuidos. Sus aullidos más bien parecen una plegaria y escucharlos de improviso le provoca a uno un tremendo escalofrío y la inmediata evocación de esas películas de terror que nos ponen los pelos de punta.
Es menester que reconozca que no me alegra para nada comprobar que mi vecino - por lo menos en lo que me acaba de relatar hace un par de días- es un mitómano de tomo y lomo. Me ha expresado con ese tono suyo un tanto acelerado, que recién fue a vacunar a sus perros, que son de raza pura, Husky siberiano y Beagle respectivamente. De inmediato corrí a contactarme con la sacrosanta Wikipedia y comparé esos hermosos ejemplares con las desmedradas bestias que sobreviven tras los muros de mi casa. No sentí que hubiese sido un triunfo comprobar la insanía de mi vecino. Lejos de eso, una sensación de pena pareció filtrárseme por la nariz o por la boca y recorrió mi faringe hasta llegar al esófago como un caldo amargo y descompuesto. Es que no es la constatación de la verdad la que nos provoca una sensación ambigua sino la estructura que parece monolítica y que de pronto se derrumba como lo haría un castillo de naipes. Eso lo descompone a uno quizás mucho más que al que es descubierto en lo que podría tildarse como una mentira.
Quizás por eso, o porque de una plumada se nos derrumbaron todas nuestras suposiciones, ahora puedo decir que no sé qué pensar. Y todo, por la sencilla razón de que una tarde en que regaba las ligustrinas de la calle, un lujoso BMW se estacionó en la casa del vecino y de él descendió un muchacho bien trajeado que se aproximó al portón y comenzó a llamar a su padre a gritos. Transcurrió un par de segundos antes que una voz ronca contestara. Otro par de segundos y apareció un señor alto, vestido con elegancia, quien sonrió con un dejo de tristeza al muchacho. –No quiere acompañarnos- expresó el hombre. -Le dejé algo de dinero, pero ya sabemos en qué lo utilizará.
Estos asuntos terminan por saberse. Ocurre que el que creía yo que era mi vecino, es en realidad un antiguo trabajador de don Tancredo, el verdadero padre de los muchachos, que son reales y tan exitosos como fueron descritos. Y que cuando este buen hombre perdió la chaveta, sin el ánimo de abandonarlo, le entregaron una importante suma de dinero para que se instalara con una casa. Pero él, habiendo perdido también el sentido práctico, derrochó más de la mitad de esa suma en negocios fraudulentos que sólo le repararon pérdidas, Y sólo le alcanzó para comprarse la mediagua que colinda con mi casa.
A veces nos topamos en la calle y Alfredo, que así se llama este vecino, me cuenta que el próximo año viajará a Londres por un tema de negocios y yo le digo que lo envidio. Pero él no se inmuta y continúa detallándome un sinnúmero de situaciones importantes que lo involucran. Ahora no me sorprendo y sólo me preocupo de darles alimento a esos famélicos perros que ya casi no aúllan y en cambio han sacado unos ladridos arrogantes. Acaso la mitomanía de su amo se les ha filtrado por sus pelajes y se han convencido también que son un Beagle y un Husky siberiano.
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