22 La nieve como bienvenida
Con su Madre en la ciudad de México, el jovencito montañés que ya conocía lo suficiente las calles, las avenidas, los comercios, las arterias vivas, bulliciosas y caóticas, la llevaría a visitar las colonias populares donde buscarían establecer un nuevo hogar. Por esos recorridos se enteraron de un desarrollo habitacional construido por el gobierno federal que, adaptando el modelo europeo de condominio, había creado el mayor complejo de vivienda de América Latina a principios de los años sesenta. El proyecto, ubicado a unos minutos del Centro Histórico, estaba subsidiado y daban facilidades de pago para adquirir un departamento.
La Unidad Nonoalco-Tlatelolco (oficialmente nombrada Unidad Habitacional Adolfo López Mateos, como una especie de homenaje y pleitesía al ex presidente que a finales de su mandato concluyó e inauguró el desarrollo habitacional) estaba asentada en casi un millón de metros cuadrados de lo que fueron patios del ferrocarril hasta 1957. La ciudad del futuro contaba con 11 mil 916 departamentos, 2 mil 323 cuartos de servicio en 102 edificios, con 688 locales comerciales y seis estacionamientos cubiertos con 649 cajones. Además, tenía 22 escuelas (11 preescolares, ocho primarias y tres secundarias), guarderías, seis hospitales y clínicas, tres centros deportivos, 12 edificios de oficinas administrativas, una central telefónica, cuatro teatros, un cine y una moderna torre triangular conocida popularmente como “Banobras”, cuyo ábside estaba decorado por el pintor Carlos Mérida utilizando motivos Tlatelolcas y albergaba un címbalo, el cual escuchaban Madre e Hijo asomados por la ventana los domingos a las doce del día. Para un pobre bosquimano venido de un pueblo de menos de doscientas personas, de un estado cuya capital apenas alcanzaba los cien mil habitantes: era un salto cuántico. Un conocido intelectual de izquierda, ya fallecido, famoso por sus críticas permanentes al gobierno, llamó a ese conjunto: “La utopía del México sin vecindades”.
En una caminata para conocer la unidad, la Madre y el jovencito encontraron una oficina de ventas ubicada en el jardín Santiago, réplica del de San Marcos, en Aguascalientes, decidieron entrar. Allí, un malhumorado y aburrido agente de bienes raíces les explicó que existían diferentes tipos de departamentos, desde los de interés social hasta los de lujo. Preguntaron por uno de los económicos y cuando el hombre hizo la cotización, calcularon que con un crédito a quince años, trabajando los dos, aunque ambos ganaran el salario mínimo, y llevando una vida austera podrían cubrir las mensualidades.
Llenaron una solicitud de crédito, la cual quedó vacía en su mayor parte, pues no tenían ni antecedentes laborales ni ingresos qué declarar. Para subsanar esas carencias, en la sección de observaciones recurrieron a una declaración gubernamental con la cual se justificó la construcción de la unidad: “Darle vivienda digna al que no la tiene”. Bueno, pues, ése era su caso, argumentaron la Madre y el adolescente. El vendedor, que de mala gana los atendía, tomó la solicitud y prometió darle trámite, pero les advirtió que no le veía muchas posibilidades de ser aprobada.
En los siguientes días se dedicaron a visitar departamentos en venta, sin encontrar alguno a la medida de sus posibilidades, o más bien, al alcance que suponían tener cuando consiguieran trabajo. Al mismo tiempo, el muchachito tramitaba en la Secretaría de Educación Pública una materia de secundaria pendiente, buscaba acreditarla, así, al menos contaría con un certificado de algo más que la educación primaria.
Otra de las actividades en la cual se centraron fue la búsqueda de trabajo, a la que se enfrentaron con una sistemática rutina de negación por parte de los empleadores, que de tanto escucharla pasó de ser frustrante a ser tediosa, la cual se enfocaba en dos conceptos: experiencia y edad. Aunque siempre habían trabajado, y mucho, nunca lo hicieron en el sector formal, lo cual de manera automática los clasificaba como “sin experiencia”. La edad era un factor determinante para los dos: la Madre, por encima de los estándares requeridos, y el jovencito, por debajo de éstos. De hecho, legalmente el adolescente era menor de edad.
Ante la imposibilidad de conseguir empleo, la Madre y el jovencito decidieron intercambiar unos cuantos años. De forma artesanal, con una máquina de escribir, modificaron sus actas de nacimiento. Jamás se sintieron culpables por ello, pues en realidad no alteraron los años vividos, sólo los redistribuyeron.
Unas semanas después, al regresar a casa de Fernando, luego de sus habituales recorridos en busca de casa y trabajo, la media hermana del muchachito los recibió con un telegrama en la mano que acababa de llegar. La duda los asaltó a ambos, pues no tenían quién les escribiera ni esperaban ninguna noticia, con extrañeza lo abrieron, para su sorpresa provenía del Banco Nacional de Obras Públicas (Banobras), que administraba la Unidad Nonoalco-Tlatelolco donde hicieron una solicitud de vivienda. El texto decía: “Crédito aprobado, pasar firma de contrato y recepción de departamento”, y fijaba la fecha.
El día señalado para signar el contrato de compraventa madrugaron, aunque el intenso frío les calaba, querían ser los primeros cuando abriesen las oficinas del banco. Tomaron el primero de tres transportes que los conduciría de la casa de Fernando al conjunto habitacional. De la terminal donde finalizaba el primer tramo del recorrido al segundo transporte caminaron cerca de dos kilómetros, atravesaron un parque y finalmente transbordaron para el último trayecto. Como era muy temprano decidieron pasear un poco por allí, al llegar a las oficinas estaban cerradas y debieron esperar.
Cuando abrieron las oficinas, los empleados los recibieron y fueron conducidos a una imponente sala de juntas, donde funcionarios y abogados en trajes oscuros les leyeron el contrato y le pidieron a la Madre que firmara las innumerables cuartillas del documento. Luego un encargado los condujo hasta el edificio donde se ubicaba su departamento. Allí, sin mayor protocolo, les entregó las llaves y en el mismo tono ajeno y frío conque los agentes funerarios dan el pésame a los dolientes les dijo:
—Los felicito por la adquisición y les auguro un porvenir feliz aquí.
Cuando el empleado se retiró, ya solos en su departamento, Madre e Hijo se asomaron a la ventana, la vista era estupenda, estaban en un sexto piso y sólo entonces se percataron que a la ciudad la cubría un manto blanco, parecía una postal navideña. Después de cien años nevaba en la ciudad de México. Era el 11 de enero de 1967.
Ya tenían un punto de partida, sólo que el jovencito tenía la brújula rota. Días después de la entrega de su departamento, y gracias al apoyo que siempre les dio la familia de la Madre, comenzaron a trabajar. Ella, en una oficina de gobierno donde ocho horas diarias leía en voz alta documentos para ser cotejados. El muchachito, en la industria de la construcción, con su primo Felipe.
Así comenzó una nueva vida para ellos. El trabajo era diferente, así como las paredes de la casa, ladrillo y yeso en vez de adobe; el entorno, concreto en lugar de árboles y tierra. Aquí la gente no saludaba, ni siquiera sus vecinos, en contraste con el pueblo, donde todos se conocían y se trataban amablemente. Pero eso no les importaba, pues estaban seguros que jamás perderían su identidad y para recordárselo allí estaba la naturaleza, que después de un siglo cubrió la ciudad de nieve. Una especie de bienvenida que les evocaba cómo eran las montañas donde habían vivido los tres en familia.
|