Mi abuela era polaca, y aprendió a hablar castellano a su llegada a Buenos Aires. Igual traía varias lenguas en su haber. Vino a la Argentina, en el año 1927, y mi mamá tenía entonces once años. Era una mujer muy linda, altiva, y tenía un cuerpo esbelto, según me han contado, porque al fallecer mi abuelo materno, ella se volvió a casar, a la edad de cincuenta y tres años.
Celia, mi abuela no podía convivir con su nuera, muy osada para ella, cuyas costumbre provenían de Europa. Mi tía, la esposa de mi tío, hermano de mi mamá, para mí fue una mentora, una verdadera segunda madre, que me enseñaba todo lo que mi madre en forma callada ocultaba, porque consideraba pecado. Sin embargo, mi tía, a la cual recuerdo comiendo los sábados pizza con Coca Cola y de postre mantecol, con mis primos, me advirtió acerca de la sangre que verterían mis entrañas llegada esa época de mi vida.
_En serio, pregunte yo.
Impresionada quedé y anonadada con tal afirmación.
Con los años fue convirtiéndose en mi confidente hasta que tuvo que emigrar hacia otro país, con sus tres hijos varones, porque aquí habían cerrado todas las fábricas textiles, y en ese lugar lejano de Medio Oriente necesitan soldados para la guerra.
|