El crepúsculo regalaba las últimas luces del día en tonos dorados, naranjas y ardientes rojos, cuando Leticia regresaba a casa luego de asistir a sus clases de doctrina. De su casa a la capilla había aproximadamente un kilómetro de distancia, camino que recorría en más tiempo del que debiera, puesto que lo andaba mientras jugaba con sus pequeños vecinos que también acudían a clases. Al despedirse del último amigo, a Leticia aún le restaban unos doscientos metros para llegar a casa, doscientos terribles metros que la llenaban de miedo porque era el tramo más solitario y callado, y siempre acudía a ella el pensamiento de que si no hubiera estado jugando, no le hubiera alcanzado la noche. Dicho pensamiento, siempre era acompañado por la sensación de estar siendo observada por ojos malignos, de tener clavada en ella la mirada de alguna entidad que acechaba desde las sombras.
Llegó a su casa, justo cuando el último fulgor se desvaneció en el horizonte para dar paso absoluto a la oscuridad de la noche. Se disponía a tocar la puerta cuando escuchó el fuerte bufar de un caballo. Dirigió la vista hacia el sonido y ahí le vio: un enorme caballo negro. El caballo le miraba fijamente con sus ojos funestamente oscuros, moviendo ligeramente la cabeza y agitando las negras crines sin apartar la vista de Leticia. Su cuerpo se petrificó por el miedo, y aunque en su cabeza se decía ‘toca la puerta, toca la puerta’, no era capaz de realizar ningún movimiento, salvo mirar al temible caballo.
De pronto, el caballo comenzó a avanzar en dirección a Leticia, el uno con los ojos fijos en los ojos del otro. Leticia le veía muerta de miedo; la mirada del caballo era inexplicable, ausente y a la vez abismal. Sus cascos chocaban con el piso como campanadas funerarias, y de alguna manera, el corazón de Leticia comenzó a seguir el ritmo cada vez más cercano y fuerte del andar del caballo. Se acercaba, y a medida que lo hacía, Leticia notó que la fisonomía del caballo cambiaba. El enorme caballo negro, musculoso en un principio, poco a poco fue adelgazando, como si sus músculos se comprimieran a medida que avanzaba, como si con cada paso sus músculos se secaran. ‘Toca la puerta, toca la puerta’. A cinco metros de Leticia, del caballo ya sólo quedaba la cabeza, el resto del cuerpo se había consumido hasta convertirse en un decrépito cuerpo femenino, que en su desnudez, mostraba una ancianidad maldita, proveniente del mismo infierno. ‘Toca la puerta, toca la puerta’, pensaba Leticia, sin apartar la vista de la mujer con cabeza de caballo, pero sin que pudiera hacer ningún movimiento. La mano de la mujer, que hasta hace poco era un casco, se estiró amenazante hacia Leticia, una mano artrítica, temblorosa y macabra, y estaba tan cerca ya el caballo, la mujer, el monstruo, demonio, bruja, lo que fuera, que Leticia podía sentir el calor del vaho que exhalaba la cabeza de caballo en cada bufido. ‘¡Toca la puerta, dios mío, déjame tocar la puerta!´.
La madre de Leticia escuchó un fuerte llamado en la puerta y se apresuró a abrir. Afuera sólo estaban las huellas de un caballo y la noche.
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