Trazó la línea imaginaria que mediaba entre ese minúsculo óvalo que aguardaba atado a la vibración de su mano, la que sería sometida a la angustiante inequidad entre errores y acierto. Necesitaba la precisión ancestral de las esferas, el ritmo sincronizado de esas ascuas indeterminadas, el ojo y el objetivo, el punto y la mira, los resortes ocultos de la suerte, azarosa en el éxito que aguardaba tras la tangente prolongación que aclamaría el logro o el fracaso. Y el óvalo con temblor de micras, geometría indiferente a la gesta carente de esa matemática neurótica de la soldadesca. Sitiarlo en todos y en cada uno de los intentos, vencerlo, coincidir el arco esencial y luego proclamar la ocupación certera, el primer paso de lo que no significa emancipación ni nada. Era sólo que el hilo traspasara el ojo metálico y la aguja fuese por fin enhebrada. Y a zurcir ese calcetín se ha dicho.