Doña Marta es costurera y ese oficio lo realiza hace más de cuarenta años. La moda ha cambiado, qué duda cabe, pero regresa siempre, porque los grandes diseñadores, son también personas melancólicas que añoran los viejos moldes, esas faldas tableadas, las solapas anchas, delgadas o inexistentes, las camisas de seda y las telas, siempre las telas, la verdadera poesía que se resuelve sobre los cuerpos. Pero esas son palabras mayores para la señora Marta. Ella sólo recibe remiendos modestos: coserle las bastillas a los pantalones, porque ella estima que las grandes tiendas se los ofrecen a personas de un metro y noventa, en consideración que acá los hombres son un poco tacuacos. Para eso está ella, para recortar la tela sobrante que alcanzaría para confeccionar una coqueta gorra. Remienda esa camisa que luce un gran forado en la espalda, como si al propietario de la prenda le hubiesen disparado con una bazuca. Pero el cuello está impecable y su blancura delata muy poco uso. Después remodela algún vestido que perteneció a otra mujer y que debe ser entallado para su nueva dueña. A punta de alfileres, va orillando las formas, ceñido acá, más suelto en el busto, parece que la antigua dueña era medio pecho de palo, piensa y sonríe, porque a sus ochenta y siete años, conserva en su espíritu las cosquillitas del buen humor. Pese a esos problemas que enturbiaron su existencia, el alcoholismo de su esposo, su infidelidad, la partida de su madre cuando ella sólo tenía diez años, los problemas económicos, que son los perros de presa de los humildes. Como habría ansiado, tal como ella remienda prendas todo el santo día, que así mismo, hubiese podido enhebrar su existencia con sabiduría, repasar con gruesos hilos esas instancias que fueron como forados, tan grandes como el de la camisa que ahora zurce, y por donde se precipitó a un vacío sin retorno su madre, también muchos de sus preciados sueños y la lucidez de su esposo entre otras situaciones dolorosas que hoy carga sobre sus cansados hombros.
Pero la vida continúa y ella no ceja en sus remiendos, tal como cada uno de nosotros tratamos de calzarnos esas prendas enrevesadas que nos ofrece la vida, arrastrándolas en cada uno de nuestros menesteres, amoldándonos, renegando o soslayando lo mal que podemos vernos con esa ropa tan holgada donde parecieran escaparse nuestros anhelos.
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