Ser generoso le otorga a uno la clara sensación de redimirse, en parte, de una cierta cantidad de pecadillos que no por ser nimios, no disimulan su condición de lastre que posee un peso específico que estorba sobremanera dentro de nosotros.
Internarse por las calles céntricas es uno de los grandes placeres de Guillermo. Caminaba a paso lento disfrutando del aire contaminado por el exceso de tráfico motorizado. Pero él entrecerraba sus ojos, tal vez por el picor de los elementos químicos en suspensión o por el éxtasis que lo embargaba, sublimándolo todo. Lo disfrutaba sin lugar a dudas, acaso por esa sensación de libertad sin ataduras, el divino placer de sentirse el único personaje que transitaba con andar pausado, ajeno a cualquiera urgencia mientras el resto era una masa neurótica que se dispersaba en todas direcciones para cumplir con sus particulares obligaciones. Sus pasos lo condujeron donde el tipo que pintado su rostro, torso y brazos de color dorado simulaba ser una perfecta estatua. Lo contempló un largo rato percatándose que el tipo no pestañeaba y sus brazos se flectaban a ambos costados en un gesto de apariencia mística. -¡Esto es arte!- se dijo y admirado, sacó un billete de dos mil pesos y lo colocó dentro de una caja que el tipo había habilitado para las donaciones. De inmediato, el tipo se inclinó agradeciendo la donación y regresó a su postura inicial.
Dos cuadras más allá, un muchacho tocaba con maestría su flauta traversa y era tan dulce el sonido que del instrumento fluía que Guillermo se detuvo para disfrutar de esas notas que como intangibles volutas sobrevolaban ligeras y directas hacia su sensibilidad de suyo acendrada. -¡Que arte!- se dijo para sí, extrayendo de su billetera un flamante billete de cinco mil pesos, el que depositó en un bolsillo del joven. Él, le hizo una venia y continuó con su tocata. Guillermo, inspirado, continuó su camino. Experimentaba una sensación de liviandad que no tuvo pudor en definir como una clara muestra de felicidad. ¡Cuánta ligereza en su andar! Le salió al paso un hombre de edad mediana, de cabellera rubia y hablando con acento portugués. Dijo ser brasileño y que no tenía dinero para llegar a su casa. El tipo era simpático dentro de su precariedad, por lo que Guillermo no tuvo duda alguna y extrayendo otro billete de cinco mil pesos, se lo extendió al menesteroso y éste, casi no dando crédito a tamaña generosidad se deshacía en gestos de agradecimiento.
-Tome, diez mil pesos más, no vaya a ser cosa que se quede a medio camino y eso no me lo perdonaría nunca- le expresó Guillermo al brasileño y puso en sus manos otro billete. Gruesas lágrimas brotaron de los ojos del hombre, conmovido e incrédulo aún de su buena fortuna. En un gesto impulsivo, el necesitado le besó esas palmas para él benditas y hasta un ósculo en su mejilla rubricó esta explícita muestra de agradecimiento. Guillermo sólo sonrió y continuó su camino. En su trayecto sin rumbo, ayudó a una anciana, a otro menesteroso, a cuatro o cinco personas más, necesitadas del vital elemento que permite sobrevivir en esta sociedad, vale decir, el dinero. Y como a él parecía sobrarle, lo repartía con generosidad. Un tipo alto se le plantó al frente y cuando nuestro héroe ya se disponía a sacar su billetera para gratificarlo sin que el hombre hiciera amago de solicitárselo, éste, con movimiento certero dobló con fuerzas los brazos de Guillermo colocándolos a su espalda y mediante un par de esposas, atrapó sus muñecas, las que colgaron exánimes como dos palomas somnolientas. Era el policía Jara, al que se unió más tarde su acompañante para conducir a Guillermo, que en realidad era conocido por otro apodo, a la cárcel que lo esperaba.
-Al fin caíste Generosito. Algo esquivo nos saliste, pero esta vez te agarramos.
-Así es la vida- sólo susurró el detenido. Guillermo, o el Generosito, ya no pulularía por las calles del centro durante un buen tiempo. No siendo un Robin Hood, acostumbraba a desvalijar joyerías y tiendas de ropa exclusiva. Y el producto de sus trapacerías lo compartía con el cantante, el mendigo, el ciego, el cojo, el tuerto y quien lo necesitara. Así, podía caminar con liviano paso, que ya sabemos que era su gran pasatiempo. Y con la conciencia a medio limpiar, tras sus generosas dádivas, podía darse el lujo de sentirse un tipo absolutamente libre. Claro que ahora eso pasaba a ser algo muy relativo.
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