VIII
(El combate)
Llego el atardecer -y montado- mientras avanza al paso olfatea la muerte. Le vino entre la brisa el olor de la muerte, el podrido olor dulzón que deja la parca cuando pasa. Fue solo una ráfaga que le hace levantar la nariz y buscar con los ojos al girar la cabeza.
Sube entre un sampal una lomada para ver más lejos y nada se le cruza por delante, es un tupido verdor de jarillas que alfombra la tierra hasta donde comienza el cielo.
Olisquea el aire.
Desde ahí, al rato, se dibujan unos chimangos que vuelan juntos, como lentas moscas en la lejanía, dentro del celeste que comienza a perder su brillo para oscurecer y el horizonte es una línea perdiéndose en el fin de la tarde.
Se baja del malacara, le mira el ojo malo –está seco- y encara a pie hacia las aves que planean, el pingo dócil lo sigue a la orden de los leves tirones del lacito.
Entra en una hondonada que se le abre a los pies y lee en el suelo las marcas de una escena de guerra, las profundas pisadas de los caballos y las huellas de frenadas que iban y venían le muestran el dibujo de una lucha encarnizada, el olor ya se había prendado de él y no lo sentía.
Matungos muertos, algunos con el cuero casi intacto todavía, aperos, ponchos de matra y cadáveres indios se esparcían entre los matorrales y en los claros.
El fondo de la hondura era un salitral y los cuerpos caídos allí se conservan con la mayor parte de su carne aun adherida a los huesos, secándose, mostrando las marcas de cimarrones y los rapiñeros.
Algunos tienen la cabeza cubierta con el pelo y las facciones del rostro con la piel pegada como estando en vida. Sin los ojos, allí solo aparece un hueco negro.
Ató al caballo tuerto a unas ramas y se tocó el cuchillito envainado en la bota. La noche ya comienza a ser presente y el sonido del viento le dice que no es un buen lugar para pasarla.
Un zorro le grita a la luna aparecida y el gruñido de animales comiendo lo hace alejarse de esa zona de muerte.
El malacara al avanzar pecha las jarillas sin poder verlas.
Apenas despunta el alba camina entre los restos de la batalla, los zorros comienzan su festín en la carne blanda que rodea el culo de los caballos y en los labios, le esquivan al cuero, de ahí van tirando las tripas para afuera metiéndose a veces enteros entre la osamenta.
Los van vaciando, piensa.
Se detuvo ante un animal y su jinete que yacen juntos, rodeados por los restos de un poncho blanco ahora del mismo color del salitre, varios animales habían circulado por ahí empecinados. Se notaba en las huellas.
La cabeza semienterrada entre la sal cubría en parte el pelo largo y cano del cadáver, el cráneo mantenía la piel gruesa en los pómulos y en la frente, el resto se lo había llevado los dientes y los picos de los come carroña y el viento patagonico.
Le faltaban los brazos y una pierna.
Perromalo dejó esa hondonada de muerte con solo unas riendas y una cincha que le quitó de un tirón a un overo negro que ya era solo un montón de huesos.
Esquiva una tacuara clavada en la zona más alta del terreno con una cabeza pampa ensartada en la punta, a manera de señal.
Desde ahí divisa dos tumbas que por la cruces son cristianos, luego se aleja con un trote largo de su caballo, sin mirar hacia atrás.
Dejando ese rastro de muerte.
Al rato desmonta y camina lentamente atraído por unos sauzales que son una mancha verde en el fondo del paisaje.
El no huye, él va.
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