VII
(Las salinas)
Los indios se habían marchado entre las sombras y el amanecer. Llevando los animales. Estaba solo con la anciana y el pequeño cuerpo sin vida, envuelto en trapos y cueros.
Ahora cubierto por piedras y arena, y terrones de sal, al reparo de una barda. Entre molles lo enterró la machi. Y junto a la tumba, en las matas ató de hilos de colores y greñas blancas de lana de guanaco. Pelo de chivos y crenchas humanas.
Estaban sin caballos y solos en la planicie. Un galgo lo miraba indiferente con la lengua afuera. De flaco casi transparente. Jadeando. Legañoso.
Y ahí el muchacho también se dio cuenta que la mujer casi no veía, al verla tropezar con los restos de un fuego con la torpeza de los ciegos.
Los calambres de dormir acurrucado se le fueron ablandando al pararse y en la garganta la sed apareció como un gusto ardiente que lo fue abrasando cuando tragó la saliva que la noche le juntó en la boca.
- ¡Chenque..., menuco!
Gritó la vieja, sentada en el suelo. Tenía el abdomen horriblemente hinchado como un sapo al expuesto sol criminal.
Apenas se movía y su cuerpo vulnerado por la suma de miserias se secaba sin vueltas. Como un fruto arrancado de una rama, y luego olvidado sobre la arena caliente.
Su piel era un cuero pálido, ya del color del salitre. Un cuero seco, olvidado.
Caminó. La sed lo hizo ponerse en marcha. Siguió el viraje de enfrentar el viento, al sentirlo fresco en la cara. Caminó hasta dar con un zanjón que acumulaba barro secándose, y restos de agua pisoteado por las bestias. Era un barrial con charquitos de agua espesa.
Bebió lo más que pudo. Escupiendo la tierra que le queda entre los dientes.
- ¡Gualichoooo...!
Le escuchó gritar a la vieja nuevamente. Un alarido que desgarra el silencio. Al mirar hacia atrás ya la había perdido entre el monte cerrado. Se la comieron los matorrales, ya no era nada. Solo un grito que se apagaba. Lejano.
Que se confundía con el silencio. Hasta no saber si el quejido aún persistía o eran los piquillines moviéndose. Arañándose entre ellos. Vivos.
Miró en sol justo sobre su cabeza. Entre nubes grises. Y descubre un sendero sin huellas frescas. Avanza, otra vez buscando en río.
El perro lo sigue un trecho desde lejos, acercando el hocico puntiagudo a la arena al caminar.
Luego se vuelve, como sin rumbo.
Fue ahí cuando se incluyo al desierto, desertó de la civilización y conquistó la tierra al pisarla ocultando su fuerza en las guerras de la saña y del exterminio.
Así entre la música del silencio escondió su nombre e inició a pie y vencido su andar en territorio indígena, hasta que el ruido de una caballada movió los arenales, el retumbar del golpe de las patas, del galope torpe lo despertó.
Lo sintió en el viento.
Conjeturó sin verlos, buscando en la polvareda si eran salvajes o blancos. Uniformados hombres blancos, y entre el olor del polvo y el ruido de las bestias supo que eran pampas.
Por eso tembló.
Tembló y pisó más fuerte en la arena.
Se imaginó inmóvil retenido por las manos rudas y las uñas que se le clavan y el corte de una hoja de acero (el rápido tajo en el cuello), ahí entre la mandíbula que trata de esquivar, escapar al metal afilado, que busca gritar y el hombro que se interpone al degüello, que defiende la vida.
Y el poco dolor no lo asombró. Sí el calor de la sangre empapando, regando la piel y el aire que se mezcla con el caldo rojo de la sangre y gorgotea, hierve y lo hace toser al juntarse.
Tose en lo profundo de la herida. Ese collar despiadado hecho con el filo, siniestra gargantilla de muerte en su cuello, que salpica y no lo deja gritar.
Y otro tajo lo termina, ahora lo despanza, y por él las tripas apiñadas se escurren juntas hasta el suelo, chorrean cayendo hasta llegar al polvo. Calientes.
Y no hay dolor, solo imágenes.
Hasta que ahora el filo le desprende la piel, lo cuerea, para después estaquearlo. Estirar su pellejo al sol clavando con estacas o brutales espinas de alpatacos su cuerpo al suelo.
Lo despertó el calor que el sol le va entregando a la arena del desierto cuando avanza la mañana. Entre los pajonales y echado junto a una aguada había encontrado un bagual amansado, manso y enfermo perdido quizá por alguna patrulla del ejercito, los indios nunca lo dejarían.
De pelo tobiano colorado y crin tusada, sin marcas, que en algún tiempo fue seguro un hermoso parejero malacara. Ahora tiene un ojo malo, abichado, cubierto por las moscas, por donde no ve y no lo deja alimentarse.
Perromalo lo lavó con agua sucia y con su orina y le sacó con las uñas los gusanos clavados en la herida podrida, esquivando cabezazos de la bestia. En algunos días estuvo parado, comiendo pasto blando y aguantando su peso al montarlo.
Esto le dibujó una sonrisa en los labios del muchacho, a pesar del viento que le pegaba en la cara. Un viento sur que al llegar la noche se enloquecía, helado.
El ojo del pingo mejoró.
Lo contuvo con un lazo que trenzó con los cabos largos de la paja brava y se lo llevó a tiro para no cansarlo. Caballo y jinete con las panzas llenas de agua barrosa.
Buscó el norte, ahí estaba el río. |