Existe gente que sólo vemos en los funerales. Son personas que parecieran estar asignadas de manera exclusiva por un ente autorizado para estar presentes en estas precisas situaciones y por lo mismo, al recordarlas, no podemos evitar que sus facciones se nos vayan mimetizando con la forma y el aroma de las coronas de flores, sus gestos y movimientos hermanados con el paso ceremonioso de los deudos rumbo al cementerio, su voz emparentada de manera fatal con la letanía de un responso. No las vemos jamás durante el año, pero basta que la parca se enseñoree con el padre del amigo de un pariente, con el lejano amigo de un amigo o con la abuela de una vecina para que acudamos prestos al velatorio en cuestión porque corresponde entregarles alguna palabra de consuelo a los desdichados que perdieron a su pariente, aprovechando de contemplar con gesto contrito a los familiares, a los invitados y por supuesto a ese personaje que no podía faltar. Allí está, de pie junto a la urna, con su rostro compungido, contemplando la faz del difunto y murmurando algo ininteligible. Nos reconocemos, nos saludamos e intercambiamos frases hechas: “así es la vida, está mejor ahora, sufrió tanto, no somos nada, tan vital que era”. ¿Qué otra cosa se puede expresar en un lugar en donde se tantea con delicadeza cada paso, cada gesto? No vaya a ser cosa que vayamos a meter la pata y seamos motivo de pelambre por los siglos de los siglos.
Algo distinto es pegarle su miradita al difunto. Ciertas funerarias se esmeran en dejarlo tan saludable, con sus mejillas sonrosadas y no miento si digo que he visualizado hasta el esbozo de una sonrisa en el rostro de algunos. Uno, que tiende a ser imaginativo, teoriza que con un par de procesos más hasta es posible que los resuciten y nos ahorramos este plantón. Y eso lo dialogamos con ese amigo asiduo a los funerales. Contemplar al finado y mirarse después uno al espejo es un ejercicio en donde se corre el riesgo de deprimirse. Uno pareciera estar padeciendo alguna grave enfermedad y el muerto, en cambio, envanecerse de estar de lo más rozagante. Ironías de la vida y sobre todo de las funerarias.
Pero volvamos al tema que nos interesa. Ya pasado el doloroso trance de dar el pésame y de permanecer sentados con rostro trascendente en la capilla ardiente, incluso de acompañar el cortejo hasta el cementerio, nos despedimos de todos e igual que ese personaje que se nos aparece en todas las exequias, la palabra resignación siempre surge en la boca de los menos cuidadosos como si fuese un emplasto o una medicina ofrecida en alguna farmacia del retail. Y bueno, nos abrazamos, callamos, que por lo general en estos casos es lo más atinado y nos damos un apretón de manos con el personaje aquel, el asignado a todas y cada una de las exequias. Y aquí se nos trastrueca todo al escuchar de su boca las siguientes palabras: -Hasta pronto amigo, ya nos veremos de nuevo. Oiga, parece que usted es especialista en velorios. Donde hay un muertito, allí está usted. Hasta me llega a dar risa, perdonando lo solemne del cuento.
Me quedo silencioso, pero con el veneno del ridículo retorciéndome las entrañas. A decir verdad, es redundante plantear que todas las historias y todas nuestras percepciones tienen una prolongación que no manejamos y esa es, con absoluta precisión, la parte que manipulan los demás. Y en algunos casos, con mayor maestría e ironía que nuestra propia versión. Sobre todo, cuando el tipo aquel nos grita: ¡Hasta el próximo funeral!
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