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No hay que tenerle miedo a escribir. Se lo digo por si usted siente que se complica demasiado con esto de dibujar letras en el papel como si fuera similar a tirar la carne a la parrilla. Mientras se arma de valor y se acomoda en su escritorio para comenzar esta fascinante tarea, yo, por mi parte, le contaré a la gente una historia que acabo de recordar. No se confunda usted con lo que yo relataré, concéntrese, inspírese, encántese con lo que está creando.

Lo que yo voy a relatar se refiere a mi padre. Cuando éramos niños, él se manifestaba como un hombre hosco, o por lo menos – y siempre tuve esa sospecha- eso era lo que deseaba aparentar para que lo dejáramos tranquilo. Es necesario mencionar que él trabajaba demasiado, con turnos larguísimos que lo transformaban casi en un ser inexistente en nuestro hogar. Lo veíamos tan poco en casa que fuimos asumiendo esta situación, creando un núcleo exclusivo, conformado por nuestra madre, mis dos hermanas y mi hermano, que por su condición (síndrome de Down) sólo le cabía sumarse a todas nuestras decisiones. Y cuando se daba el caso que nuestro padre aparecía por fin, extenuado y con sus viscerales y legítimas ganas de tirarse en la cama y dormir a pierna suelta, ya nos habíamos desacostumbrado tanto a su presencia que ahora nos incomodaba. Así de injusta es la vida en muchos casos, el pobre se deslomaba por la familia y nosotros le pagábamos con la moneda del desprecio, tal si él fuese un intruso. Pero este no es el tema que quiero abordar sino otro.

¿Cómo va la cosa? ¿A ver? Érase una vez… ¿Érase una vez qué? ¿Y eso es todo lo que ha escrito? ¿Seguro que está concentrado? Póngase las pilas pues hombre.

Sigo con lo mío. El tema es que los domingos almorzábamos todos juntos y era el momento en que podíamos conversar y sobre todo escuchar, que era lo que más nos gustaba. Mi padre, entre cucharada y cucharada, contaba unas historias muy entretenidas que nos incitaban a escucharlo con suma atención.
-…y la mujer se dio vuelta y le pegó una tremenda cachetada. Pero eso no fue todo… Nuestro padre, en el momento culminante del relato, hacía una inesperada pausa para llenar su cuchara y llevársela a la boca. El paladeo era otra cosa, degustaba los sabores, entrecerraba sus ojos y se le notaba el deleite en sus facciones relajadas luego de la aprobación manifiesta de sus papilas gustativas. Y nosotros, expectantes e inquietos, aguardábamos, en lo que en la actualidad equivaldría a los numerosos comerciales que se intercalan en el preciso instante que la trama acapara el interés del televidente. Pues bien, tras esa necesaria interrupción, nuestro padre continuaba con el relato. Se me dificulta un tanto describir esa mezcla de expectación y placer que nos embargaba al escuchar esas historias, quizás fuimos los seres privilegiados que no necesitábamos de lo explícito de las imágenes. Por el contrario, las creábamos al instante, adornándolas, coloreándolas, plasmando facciones, paisajes, escenarios precisos, como si dentro de cada uno de nosotros hubiese existido un camarógrafo prodigioso.
Tras avanzar otro poco en el relato, se repetía la historia. Cuchara en ristre, nuestro padre, se entregaba de nuevo a la tarea de saborear la exquisita cazuela, las pantrucas, las albóndigas o lo que engalanara la mesa en esa ocasión, y nosotros de nuevo expectantes, con los personajes congelados en la mente.
-Ya po, ¿qué pasó? -reclamaban mis hermanas, que en la tarea de escuchar, poco les cundía el almuerzo. Allí terciaba mi madre, conminándolas a apurar el cuchareo.
Esto se repetía todos los fines de semana. Era época en que las radioemisoras eran dueñas y señoras y el reinado de la televisión aún no se avizoraba. Cuando las historias de mi padre danzaban en nuestra imaginación, tras sus obligadas pausas que le conferían una mayor expectación a todo lo que él relatara.

He terminado. Veamos lo suyo. Érase una vez una princesa que tenía un padre. ¿Y qué más? Bueno, lo comprendo, es difícil escribir y crear bajo presión. No lo importunaré más. Mientras tanto, le contaré a la gente otra historia. Sucede que...












Texto agregado el 19-08-2019, y leído por 112 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
20-08-2019 Mientras compartes recuerdos y vivencias de tu infancia, trataste, con tu destacada astucia, desviar nuestra atención, (para restarle importancia, quizás) invitándonos a crear un relato por nosotros mismos... ERES GENIAL, amigazo. Como siempre un gustazo visitarte. Shalom Abunayelma
20-08-2019 Yo también di el inicio y ahí me quedé; me encanté más con su relato, que por cierto dejó abierta la curiosidad, saludos. krisna22z
20-08-2019 Excelente texto, Gui. Como todo lo que escribis. En este caso hablas sobre las relaciones familiares, a veces no tan perfectas. Abrazo. Vaya_vaya_las_palabras
19-08-2019 La familia es nuestro mundo. Y la imagen del padre trabajando siempre nos deja la impresión de alguien un tanto extraño porque lo vemos poco. En lo particular, yo adoraba a mi padre. Buen relato. Saludos. maparo55
19-08-2019 Te tomo la palabra y escribo algo... La situación con tu padre fue muy similar a la mía, prácticamente no hubo comunicación, añádele que era casi alcohólico, pero esa es otra historia... No? Cinco aullidos imaginando steve
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