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VI
(Al desierto)

Se toca el cuchillo que se abulta en la caña de su bota y mira hacia el correr del agua, que ya no se ve, oculto por lo ondulado del terreno. Ve solo la parte más alta de los sauces de la costa, como una línea echada que desaparece a cada vuelta de su cabeza.
Luego mira hacia donde ya no hay más verde. Donde los ojos se pierden en la inmensidad de la distancia y es todo igual, o gris, o blanquean como espejos los salitrales, brillando al sol.
Hacia el sur.
Donde el monte cada vez más tupido se va arrugando en hondonadas, que caen a pique sin avisar. Y suben. Donde las bestias de golpe bajan el cogote, se encabritan, se frenan y hay que agarrarse con fuerza de las crines para no ir hacia adelante a parar entre alpatacos asesinos, a sufrir sus espinas como puñales. Que laceran poco a poco las pobres pilchas del joven venido del mar, con arañazos que buscan la carne. Desnudándolo.

Y los días pasaron. Y las lluvias, no las de agua, las lluvias de arena, borraron sus pasos. Después también vino el agua y sobre las huellas cubiertas por el polvo, creció nuevamente el pasto duro. Y la planicie continúo ondulándose y reapareciendo solo más oscura tras cada lomada.
Los días pasan y la pasar le caen sobre su cabeza, clavándose en el pellejo, junto con el frío y la brisa ahora soplando desde el sur. Helada. Que se siente en la piel y también se huele. Y duele respirarlo, el frío duele respirarlo de frente. Duele en la nariz, quema, y duele en la boca.

Y él era un halcón sobre el desierto, abriendo y cerrando las alas. Cerrando las alas y mirando toda la extensión del horizonte de ese mar sin costas.
Del mar de arena y basalto. Con sus ojos laterales, de rapiñero.

El cielo hacia el sur se cargó de nubes negras, rápidas, deformadas por el viento y se acercó a la planicie como una mano oscura. Gigante. Que golpea incrustando, aplastando las últimas luces contra los matorrales. Persiguiendo los reflejos del día hasta matarlos, cerrando los senderos. Dejando los ojos ciegos. Inservibles. Amarillos.

Fue hundiendo entre la arena de la noche a la tropa penitente, que marcha a duras penas, como sombras. El desierto ahora, cambiando de lugar, se levantó en remolinos.
Los indios se detuvieron. Hábilmente tumbaron a las bestias de monta contra el suelo a empujones, con fuerza. Entre gritos.
Los mantenían así abrazándolos y mordiéndoles ferozmente una oreja, con fuerza, y los pingos se fueron aquietando con el toque mañoso de las manos, con caricias y al cubrir con un poncho los ojos.
Al resto los manearon.
El tropel resopla levantando las cabezas y pateando al aire. Hasta que poco a poco se calman. Quedan inmóviles, como dormidos.

Después ellos se refugian de la tormenta y el viento que te arranca la piel ocultándose contra la panza de los caballos. Ganando su calor y cubriéndose con lo que pueden. Hasta con los perros.

La vieja quedó sola entre el polvo y la oscuridad que revienta en ráfagas. Acurrucada en su matra pampa bajo un quillango de chulengos. Callada en el aire helado que la envuelve.
Callada en la intemperie.
Luego, mira buscando con los ojos perdidos y ya no calla. La cuchillada oscura de la boca se le abre mugrienta, profunda, y escupe un grito alargado. Monótono.
Alza la cabeza entre la maraña blanca de los pelos que se le mueven como una llamarada fría y eleva también sus brazos, que escapan del cuero que la cubre.
Y desnudos los brazos se elevan, entre el aire denso de la arena que vuela, entre el viento y buscan tocar la noche sobre ella.

Perromalo parado, solo, entre la noche que le golpea en la cara ahogándolo, al reparo del matungo, le teme al desierto.
Podía sentir que una vez fue barca, que voló sobre aguas verdes, transparentes y que ella misma, la barca de su cuerpo lo trasladó a este olvido.
Temía al desierto y al futuro que trataba de ver con sus ojos de halcón entre la ventisca. Temía por saber que allí, en el tiempo por venir, en el futuro, entre otras cosas, está la muerte.

El viento y la tierra es la máscara que usa la estepa para ocultar a sus habitantes. Tehuelches. Y decir que no existen.
Entre la tierra salen encarnados en lagartos, o en la mirada indiferente del zorro y en el andar incansable, furtivo del puma. Entre la tierra vuelven. Casi desnudos, cubiertos por cueros de animales, caminan flotando y callan o hablan callando. Usando un murmullo.
Ellos han sabido refugiarse ahí, en el sigilo, y de allí salen mimetizados con el monte. Salen y vuelven. Son hijos del día. Están hechos de arena.
Ahora Perromalo, el viajero acarreado por el agua, bajo el cielo de la noche, en la tormenta, ya es parte del desierto.

Aquella noche hubo desvelo de perros entre las penumbras, ruido de animales que se alejan aturdiendo el suelo con galopes. Tropezando. Espantados. Relinchos y voces apagadas que el viento lleva y trae. Indescifrables.
No hubo luna y un color plomizo pintó el horizonte cuando en el cielo empezó a clarear. Y en las luces del día se fue perdiendo la tormenta, hasta no ser más que un mal sueño.
Que duró lo que duran las tinieblas.

Echado sobre un cuero, simuló dormir. No podía entregarse plenamente al cansancio, algo lo aleja hacia la vigilia pero el cuerpo descansó de la montura. Y el silencio fue útil para mantenerse alerta, aún con los ojos cerrados. No podía estirar las piernas. Sentía aún el caballo moverse entre ellas, como si cabalgara.

Como un tajo sintió una racha helada en la mano. El arañazo de una hoja de faca y algo entrar bajo el cuero que lo embolsa. Veloz. Lagartija, pensó, sin abrir los ojos y la sintió avanzar.
Le caminó en la piel del brazo y el pequeño látigo gélido se quedó en el calor del sobaco. No se movió hasta que dejo de sentirlo.
Luego el sueño le apareció secretamente. Inevitable. Invadiéndolo. Y el sol calentando entibió su cobijo.
El día remó, avanzando. Hasta que lo despertó la vieja, con su sola presencia, y dio un respingo cuando encontró su rostro observándolo tan cerca del suyo. Clavándole los ojos ensombrecidos, que en el centro los cubría una mancha blanca.
Como leche derramada en el agua.

Texto agregado el 18-08-2019, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


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