Para que un viaje en transporte urbano me resulte un poco menos tortuoso de lo que normalmente es, suelo acompañarme de un buen libro, y hoy mi compañero de viaje es el afamado escritor argentino Julio Cortázar. Me encontraba, pues, sumido en la lectura de uno de los cuentos del libro de relatos de “Las armas secretas” escrito por él en 1959, cuando una voz suave y gentil me interrumpió: “Me permite, señor”. De inmediato levanté la mirada y vi a una jovencita no mayor de 14 años que deseaba sentarse en el puesto contiguo, contra la ventana. Fue inevitable contemplar fugazmente sus preciosos ojos azules que hacían juego con su uniforme colegial de buzo azul oscuro y falda a cuadros azul y gris. “Sí, claro, nena, no hay problema”, le dije, y acto seguido me levanté para dejarla pasar. Ella se acomodó sin dejar de mirar por la ventana y yo traté de regresar a mi lectura, aunque algo distraído, pues por el rabillo del ojo vi cómo la chica mandaba besos con la mano a alguien sobre la estación de donde ella subió. Este hecho no tuvo nada de particular en el momento pero fue después que comprendí de quién se trataba. Tres cuadras más adelante llegó mi turno de parada y me dirigí hacia la puerta de salida. Desde allí volteé a mirar a la niña, quien justo en ese momento, y con las mangas de su buzo, se limpiaba los ojos. Ella no se daba cuenta que la observaban (posiblemente solo yo) y, tal vez, ni le importaba; sin embargo, con su propia saliva seguía quitándose el delicado maquillaje que llevaba sobre sus ojos. A continuación extrajo de su maletín escolar un espejito con el cual verificaba si aún había rastro de rímel, de sombras y algo de lápiz labial. Hasta este punto fui testigo de una peculiar escena de desmaquillado, brindada por esta pequeña y vanidosa colegiala. Entonces, sin más, me bajé del metro bus y me dirigí a buscar mis nuevos lentes.
De camino a la óptica recordé alguno de los pasajes del cuento que venía leyendo: “Las babas del diablo”, en el que el personaje-narrador (Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado), habla en uno de los párrafos de las capacidades de observación que demanda el bello oficio de la fotografía. Dice así: “Sacar fotografías es una actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros”; más adelante complementa: “…cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche”. Observar es más que mirar, es ver lo que otros no captan con sus sentidos, es reparar en cosas como: un pájaro que vuela, una nube que llora, una sombra repentina y alargada, un árbol que enmarca una escena, un olor a pan horneado, una pareja de enamorados que se besa, el viento frío que sopla, una hoja seca que cae, una sirena lejana que ulula, etc. No obstante, no sólo esa habilidad de observación la desarrolla la fotografía sino también la escritura. Quien tiene por oficio, profesión o pasatiempo el relato de hechos, la invención de cuentos o la narración de novelas debe también, por fuerza, mantener sus sentidos atentos a cuanto bulle a su alrededor, sin dejar pasar por alto cualquier incidente por fugaz o banal que parezca. En todo hay siempre una historia por contar. Lastimosamente lo que no abunda mucho son los escritores, los narradores, los cuenteros ni los poetas. Un ejemplo de esa cierta agudeza sensorial (que me viene de pronto a la memoria), es el paraguas roto que vi hace poco tirado sobre un montículo de cajas de basura en la calle. Si mi paso hubiese sido indiferente o distraído, quizá ni hubiera reparado en él, llegando –incluso- a pisarlo o patearlo, siendo esto ya el colmo del distraimiento; lo cual es bastante común en la gente, pues resulta increíble la forma cómo inconscientemente nos ausentamos con bastante frecuencia de algunas (sino de muchas), de nuestras propias circunstancias, tan mecanizadas como respirar, comer o caminar. ¿Un ejemplo? Almorzamos al medio día, y a la noche ya no recordamos con detalle cuál fue el menú, en qué silla nos sentamos, cómo se llamaba el restaurante, cómo era la chica que nos atendió, con qué billete pagamos, qué hora era, de qué fruta fue el jugo. ¿Hubo postre?, etc. Parecemos unos autómatas sin el compromiso obligado de vivir despiertos con todos y cada uno de nuestros sentidos (rasgo que en las mujeres sí está presente la gran parte del tiempo. De ahí que todo lo cuenten con el mayor detalle posible. Nosotros, los hombres, nos conformamos con el resumen).
Volviendo a lo del paraguas, pues si no reparo en él no habría historia alguna por contar y punto final; pero si al verlo algo en él me inquieta, habría –de inmediato- preguntas por resolver: ¿De quién sería? ¿Por qué llegó aquí? ¿Si no estaba tan ajado, por qué lo tiraron? ¿En qué sitios estuvo ese paraguas? ¿Qué manos lo cargaron? ¿En qué aguaceros estuvo presente y si fue amigo oportuno?... Con algo de imaginación se podría orquestar un relato o un pequeño y genial cuento. Al respecto, fíjense cómo es la asociación de ideas de la memoria: Dicen de Anton Chejov, uno de los mejores escritores rusos de toda la literatura universal, que llegaba a escribir cuentos casi que por demanda, con solo nombrar un objeto cualquiera. Korolenko, un amigo suyo dijo sobre Chejov: “¿Sabe cómo escribo mis cuentos?, me dijo. Echó una mirada a su escritorio, tomó en sus manos el primer objeto con que sus ojos se toparon –se trataba de un cenicero-, lo colocó ante mí diciendo: “Si quiere, mañana tendrá un cuento. Se llamará El cenicero”. Ciertas situaciones indefinidas, aventuras que aún no habían encontrado forma concreta, comenzaban en ese momento a cristalizarse en torno al cenicero”. Mas este no mi es mi caso, yo debo esperar el toque de la inspiración; no obstante, como ejercicio literario no es mala la idea plantearme el tema del paraguas.
Ya tengo mis nuevos lentes y me siento como estrenando ojos. Todo lo veo más nítido y los colores me parecen más intensos y diáfanos. Es una maravilla y eso que no poseo una visión 20/20. Mi cornea jamás ha tolerado una corrección tan precisa. Una formulación así me causa mareo y no la tolero. En fin, con la actual me siento cómodo y veo bastante bien. Ojalá y me duren…
Más tarde, a eso de la 1:35 p.m (para mostrar algo de la consciencia existencial de la que antes hablé) y mientras almorzaba en un pequeño restaurante de ambiente familiar (honestamente no recuerdo su nombre), volví a pensar en la niña del transmilenio. “A esa hora ya debería estar en casa”, me dije, e imaginé, entonces, el siguiente diálogo entre madre e hija:
-Hola, má, ¿cómo estás? –dice la niña con su acostumbrada euforia y cariño.
-Hola, hija, ¿cómo te fue? –dice la mamá, dándole un beso en la mejilla y recogiéndole la maleta del hombro-. Llegas una hora más tarde de lo habitual, ¿no? ¿Acaso te fue a recoger el tipejo ese de Sergio? –repone la madre con desdén y algo de enojo aún no marcado.
-¡Ay, mami!, ¿ya vas a empezar con el sermón del día? ¡Qué pereza todo contigo! –dijo la chica mientras, disgustada, se dejaba caer sobre un sillón de la sala.
-¿Ah, sí? ¿Mucha pereza le da que su mamá se preocupe por usted? ¿Acaso quiere que la deje hacer lo que se le venga en gana? No ve que sólo lo hago por su bienestar, por su seguridad y, claro, también por mi tranquilidad –dijo la madre mientras se sentaba cerca de ella para conversar.
-Pues, bien, má, me demoré porque tuve que sacar unas fotocopias para un trabajo que debo llevar mañana. ¿Ya? El tal Sergio no pasó a recogerme. A él no le gustan las niñas como yo…
-¿Pero si no le gustan las niñas como usted qué hace llamándola a cada rato? –argumenta la mamá, interrumpiéndola-. Además ese muchacho está muy mayor para usted, mijita, y tampoco me gusta que no estudie y que ya trabaje. Además sus “negocios”, como usted dice que él tiene, no me parecen nada agradables: vendedor de licor. ¡No, pues, el doctor! ¿Sabe a dónde debe meterse ese hombre para vender el licor? A sitios que ni sumercé sabe que existen como: bares, licoreras, whiskerías, clubes nocturnos…, y sabe Dios en qué otros metederos más de mala muerte. ¿Después de ver todo lo que de seguro ve en esos sitios de pecado, con qué ojos cree sumercé que él puede mirarla? Con los de un lobo hambriento…
-¡Ay, mamá, qué exagerada y dramática eres! Él no es así. Jamás me ha faltado al respeto ni me ha dicho nada fuera de lugar, ni de tono. Además, Sergio, es un buen muchacho. Trabaja con su tío y ayuda para su casa. Es muy lindo, lástima que no me vea todavía como una mujer, pues cree que…
-Mire, Sandra, abra los ojos, niña, pero ábralos para en verdad ver –le dijo sin dejarla terminar su frase-. Los hombres miran a todas las mujeres, sin importar su edad, como piezas de caza o de trofeo para exhibir ante sus amigos y para después de usarlas, dejarlas. Ni se crea que va a tratar como a su hermanita menor. Si le das oportunidad y ocasión hará lo que los hombres siempre desean: ¡aprovecharse de su inocencia, desgraciarla!
-¿Acaso lo dices por ti? –dijo Sandra a sabiendas de que ese tema heriría a su mamá.
-Cuidadito, Sandra. A mí me respeta y no es justo que me hable de esa manera ni me eche en cara nada, que harto he sufrido por lo que me pasó. Entiéndame que lo único que yo quiero es que no le vaya a suceder lo mismo a usted y no se le dañe la vida para siempre y se quede sin oportunidades como me tocó a mí… -dijo, dejando escapar un hondo y profundo suspiro, al tiempo que sus ojos se humedecían.
¿O sea que me culpas a mí por haber echado a perder tu vida, no? –preguntó la hija al borde también de las lágrimas e intentando marcharse…
-No, hija, ven, no te vayas, quédate un poco –y se acercó para abrazarla, cambiando el tono de su voz-. Yo fui la única culpable de todo, amor. Yo, entonces, era muy niña y con sólo 16 años no sabía nada de la vida. Además que no supe ni quise obedecer a su abuela, alma vendita, que harto me lo dijo: “Juan Miguel no es hombre para usted. Es un bueno para nada”. Así que hija, recuerde esto muy bien: el que no aprende por obediencia, termina aprendiendo por experiencia, y la experiencia es dura y cruel porque no tiene piedad con nadie. A todos nos toca asumir las consecuencias de nuestros actos y responder por todo lo que hacemos, seamos conscientes o no, o estemos preparados o no para ello. ¿Comprendes, hija?
-Sí, má, perdóname, yo no quería ofenderte; pero quiero también que me entiendas y me permitas vivir mi vida. Ir descubriendo las cosas por mí misma, no a través de tu experiencia ni de tu cruda realidad –le dijo en el tono más elocuente posible, queriendo impresionar a su madre.
-¡Ay, mi nena linda, qué hermosa y qué peligrosa es a la vez la inocencia! Ojalá todo fuera un descubrir elusivo y paso a paso, acorde con la edad y las circunstancias; pero nada es así. Las situaciones de la vida irrumpen a diario como ráfagas y torbellinos que no dan tiempo para prepararse de sus acometidas. Por eso, no hay que prestarse para aquello que entrañe peligro, desconozcas o en tu corazón sepas que no está bien o no es correcto. Medita siempre las cosas y hasta que no sientas que has comprendido o intuido el fondo del asunto, no te dejes llevar por tus primeros impulsos. Sopesa todo con responsabilidad y honestidad, principalmente contigo misma. Aunque, claro, eso precisamente es lo que la madurez y la experiencia nos brindan, después de muchas veces haberla ya embarrado. Nunca antes. No. Nadie se hace experto con la sola teoría, ni con la cantaleta ni con los consejos de nadie; pero la sabiduría de nuestros mayores nos debe enseñar prudencia, recato y, en especial, paciencia e inteligencia para vivir la vida, que difícil sí es. ¡Ah, sí tan sólo nos atuviéramos a la palabra de Dios, nada de todo lo malo que nos ocurre nos pasaría, pues andaríamos en su ley y bajo su protección! –dijo, mientras abrazaba con ternura y protección a su dulce hija.
-¿Entonces quieres que me vuelva monja o que me enclaustre en la casa y no salga ni tenga amigos ni amigas? –dijo Sandra, volviendo al ataque y separándose un poco de los brazos de la madre.
-Pues, obvio que no, hija. Yo quiero que seas una niña normal como todas las demás, pero dándote el tiempo para conocer cada cosa en su debido momento, sin adelantarte a nada que no sepas ni puedas aún manejar. No te vayas a comer las onces antes de tiempo. ¿Entiendes eso, verdad? Date primero la oportunidad de estudiar, soñar, conocer, llenarte de valores, cultivar tus virtudes morales y espirituales, y luego verás que la vida misma te corresponderá con lo que bien merezcas y por lo que hayas honestamente trabajado. Cada día trae su propio afán y nada ganamos con adelantarnos al futuro, el cual siempre a su turno llega. Además, nena, de lo que siembres siempre cosecharás…
-¡Ay, má, hablas como mi profesora de Civismo y ética social. Una viejita, chapada a la antigua…
-¿Qué insinúas? –preguntó con gracejo-. Si apenas tengo 31 años y hasta por ahí dicen que parecemos hermanas… -dijo mientras se ponía en píe, y con las manos en la cintura alardeaba con poses de modelo de pasarela.
-No, ma, no por tu edad sino por tu forma de pensar –aclaró Sandra, mientras reía al ver a su madre desfilando.
-Es verdad, hija, no es la edad la que trae madurez sino las vivencias y las experiencias que nos van marcando y moldeando. Ojalá a tu edad hubiera yo sabido lo que sé ahora. Mejor dicho, no estaría aquí de muchacha de servicio y, a cambio- sería una doctora o una ingeniera o una arquitecta… ¿Te imaginas? ¡Un sueño maravilloso! –dijo entornando los ojos y dejando escapar un infinito suspiro.
-Má, aterriza ya, ¿vale?…, y más bien dime qué hay de almuerzo que me muero de hambre –dijo la niña, dándole un sonoro beso y corriendo luego escaleras arriba hacía su cuarto a cambiarse de ropa…
La historia pudo ser esa u otra muy distinta, quizá. Nadie lo sabe. Tal vez, la hija engaña a la mamá y al tiempo se engaña a sí misma. Dios quiera que esa niña (y así oro en mi corazón), esa dulce y bella niña no termine en manos de un Sergio maldadoso, sino en brazos de un Sergio que sí la respete y la quiera de verdad; y juntos, con el correr del tiempo, vayan construyendo un camino a través, de una sana amistad que los lleve luego al amor verdadero; aquel que se basa en el respeto y en el crecimiento mutuo sustentado en la palabra poderosa de Dios…
Gerardo Cardona Velasco. Bogotá, agosto 30 de 2011. |