El vino, en sí mismo, no se embriaga, permanece hierático en su botella, centrado en ser lo que siempre ha sido, un color, un sabor, un aroma. Está en el centro de la mesa y lo circundan las copas que trasvasijarán su sangre. A un costado, la herramienta que permitirá aquello, punzante artificio que abrirá el camino al milagro. Por ahora, todo permanece igual, platos, servilletas, servicio, todo presto para la liturgia que en breve dará paso a las voces, a la conversación anodina que sólo él, pecado en ciernes, será capaz de brindarle sendas más tortuosas, curvas más pronunciadas en cada cita, abismos y cimas en los relatos, vértigo a la voz y fuego a cada lengua, aventura, en todos sus sentidos. Eso no lo publicita la etiqueta que pegada al vidrio habla de abolengo, antigüedad, texturas y colorido. No menciona su locura, su aliento fraterno, la memoria que emerge entre risas y dolor, las manos que se unen, el hombre que se asoma en cada copa, la dicha y la llama. El vino calla en su envoltorio vítreo, ocultando sus lágrimas que son la nostalgia de uvas y de parronales geométricos.
Los brazos se extienden con el vino dibujado en los volúmenes de la copa. Vibra el cristal formando una breve marea rojiza en su superficie. Pronto, es oleaje tras el choque vigoroso de las copas y alguien grita: ¡Salud! y el néctar es trasegado por esas gargantas ansiosas. Lo demás, ya es historia.
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