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V
(La Merced)


No sabe de donde viene.
Es como un cachorro perdido, sarnoso y muerto de hambre que todos apedrean, cuando se le acerca una mano amiga solo atina a morderla.

Ahora en la oscuridad, en el sereno, le caen encima las estrellas y se duerme acurrucado en el reparo de la vereda, le bajan sobre los párpados chaparrones de astros remotos y de sombras.
La jornada avanza en sueños y en cortos ladridos de perros lejanos.

Aquella noche soñó con el halcón y con su vuelo imposible, majestuoso, señor de los aires, clavado en el cielo. Colgado en la nada.
En el sueño, desde lo alto, sostenido en la brisa, ve desde los ojos del ave una senda que se aparta del río.
Buscando el desierto.

*****

El sol lo arponeó con las primeras luces y sobre el agua -entre los vapores del río que junta la mañana- ve las pupilas cuadradas de las ventanas del poblado de La Merced, que aparecen lentamente en la costa opuesta.
Decide cruzar.

El cielo está brillante y despejado, aunque en el horizonte hacia el sur se amontonan las nubes.

El botero, hombrecito charlatán y exótico, le permite subir a la embarcación a remos que lo deja entre juncales y barro del otro lado del río.

Caminó sin rumbo entre el caserío, las viviendas de adobe tenían la marca de las crecientes acuñada en las paredes, trazas marrones una sobre la otra, que se empalman con el mismo color de las calles.

De entre los árboles sale un carro que se entierra en los huellones dejados por el ir y venir de los quinteros en la greda.
El carro se entierra y se hamaca, hacia un lado y hacia el otro, lleva canastos donde se sostienen y explotan tomates verdes, recién cosechados.
Quien lo guía pita un cigarrito armado que aprieta en los labios y putea al pingo que se empantana. Grita desde el pescante.

Al rato de pasar el carro, pasó un cura. Pasó una bandada de torcazas, rápidas como flechas que después paran todas juntas en un sauce y desaparecen.
Luego, pasó un día, una semana. Pasó el hambre y volvió, siempre lo hace.


Descubrió la iglesia y que en la iglesia, en los fondos, los curas dan de comer a otros como él. Tan miserables.
Ahí se refugió en las noches y se llenó la panza. Y lo atrapó una tarde la imagen en yeso de un hombre casi desnudo, clavado a unos palos cruzados. Sangre en las manos, los pies y en la frente, justo donde lo hieren las espinas de una corona criminal.

Lo atrapó la imagen, apenas iluminada por velas encendidas. En las penumbras.
Y le quedó grabada en sus ojos de halcón.

Volvió cada noche, a la construcción inconclusa de la iglesia. Enorme, con dos torres frente a la plaza con el atrio lleno de perros echados que erran hambrientos, que vagan cual el recién cruzado del río Negro.

Perros y arena que trae el viento y la deja amontonada en los reparos donde sigue el tapial de un edificio que ocupa los otros dos frentes del paseo. El muchacho sigue por las calles esquivando los barriales.

Unos caballos atados frente a un rancho alargado, de ventanas con rejas, muestran una de las pulperias desperdigadas entre las quintas.
En los fondos, en los corrales y pisaderos de adobe, había acampado un grupo de indígenas.

Perromalo se les acerca, con cautela y con maña. Como pidiendo plaza al toldo principal.
La perrada se le vino al humo apenas detectan su llegada. Olfatean con insistencia, pechándolo en espantadas y aullando con ladridos agudos. Como de hambre, hasta acostumbrarse a su presencia y a su olor. Luego rápidamente se aburren y lo dejan.

Se sienta en el suelo, a distancia prudente, como un cuzco acobardado. Y no dice nada, espera callado.
Nadie del grupo de indios le puso mucha atención. Lo miraron de reojo. Aguardó en silencio a unos pasos, cauto, observando la actividad de levantar un campamento y juntar pertenencias.

Miró alistar la tropilla, que lo esquivó al moverse. Miró Juntar los animales desde un corral de ramas. Miró desarmar los toldos, emprolijar lazos, y arrollar las pilchas.
Supo por la forma de envolverlo entre cueros curtidos y de velar, que transportarían un cadáver, seguramente de un niño por el tamaño.
Lo ataron con cuidado, como en una ceremonia al lomo de un tordillo.
Blanco el pingo, como nieve. Quienes lo atan, acarician con cariño y tristeza los cueros. No son más de diez, entre ellos tres mujeres.

Una de ellas se mantuvo sentada, sin moverse junto a un braserío que se esfuma y que en la noche anterior seguro fue fogata. Es una anciana de pelo blanco y esta cubierta por una matra pampa, ya sin colores y rotosa.

Ella lo miró. Lo contempló sin gestos. Ella lo mira y luego lo llama como se llama a un cachorro, golpea con la palma de la mano varias veces en su rodilla.
El muchacho se le acerca resuelto y se sienta a unos pasos de la vieja que lo observa un rato detenidamente. A los ojos. A sus ojos penetrantes.
Luego se volvió hacia un toldo y gritó algo indescifrable a quien parecía comandaba el grupo. Y regresó a su silencio de mirar los restos del fuego, consumiéndose.
Esperó. No sabía qué, pero esperó.

Los indios adivinaron su rostro de hambre y mirándose entre ellos, casi sin palabras dejaron que se les uniera. Usaban una lengua que el no entendía. Hablando muy rápido y sonando cada palabra como una orden terminante.

Estaban por partir. Le otorgaron cabalgadura entre el polvo y los movimientos de la salida. Un zaino bellaco y bien comido, enfrenado con un tiento de trenza, en pelo.
Una joven le acerca un trozo de charqui. Es potro. Semeja un cuero seco. Y una sonrisa. El muchacho limpia la queresa con las uñas y masca cuando salen hacia el desierto.

Mastica y traga de a poco, lo hace durar en la boca.
Entre el polvo arriaban diez pingos y algunas vacas cimarronas de cuernos largos. Varios cargados con los vicios.
El tordillo y su carga fúnebre van de tiro.

Texto agregado el 15-08-2019, y leído por 101 visitantes. (0 votos)


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