El hombre permanece imperturbable y podría decirse que es una estatua viviente, una más que se suma al calce perfecto con ese abigarrado conjunto de figuras igual de inexpresivas que se aprietan en ese carro del Metro. Se ha leído una, dos, quince veces ese letrero instructivo que está frente a sus pupilas, al punto que ya los caracteres se le han transformado en figuras sin sentido. Miradas furtivas suyas le indican que otros ojos navegan estudiando con disimulo el entorno impersonal, algo curioso si se trata sólo de personas. Las estaciones se suceden con su rutina de gente que desciende y otra que sube presurosa para mimetizarse con el resto. Entre éstos, un músico que promete altisonancias reggaetoneras. Esto pone en alerta al tipo que acaba de contemplar por quincuagésima vez aquel letrero. Sus ojos despiden ascuas sobre el cantante, el que le devuelve una mirada burlona. Nada se dicen, pero el antagonismo los ha electrizado a tal punto que el hombre ha abandonado su postura granítica para pronunciar tres palabras que suenan a sentencia:
-¡Váyase de acá!
El tipo curva sus labios en una sonrisa burlona:
-Sáqueme usted.
Enardecido, el hombre decide evadirse de aquello que se transformará en breve en un festín de decibeles. Ha perdido su compostura ante lo que considera una miserable intromisión. Ya no es la estatua imperturbable, sino un ser herido en su amor propio, que arrasa con todo para alejarse de allí. Recibe insultos al pisar a una mujer, un señor lo impulsa a cualquier lado al sentirse agredido y una niña le pide que por favor no la toque. Esto ahonda el furor del hombre:
-¡Dígalo más fuerte para que me linchen! La chica prefiere hacerse la desentendida. El hombre percibe que la ira le palpita en las sienes, le acelera su ritmo cardiaco, pareciera tomar forma en sus manos empuñadas, provocándole una sensación de agobio insoportable. Descenderá en dos estaciones más, pero si fuese posible, se desmaterializaría en ese mismo instante para desaparecer por aquel hueco de la ventana.
El reggaetonero eleva su voz gangosa y repite:

Chica linda hazme el amor
que esta noche invita a la pasión…

Y nuestro hombre, sudando y navegando entre mares procelosos de arritmias y desmayos.

El reggaetonero, que estudia para auxiliar paramédico, se ha inclinado sobre el hombre que aceza en el piso. Le ha tomado el pulso y ha solicitado al conductor del tren que se apronten a atender a una persona.
-¿Cómo se siente, señor? –le consulta el cantante-auxiliar al hombre, que desde sus tormentos ha regresado al mundo.
-Bien…creo que estoy…bien.
Los hombres se contemplan y se reconocen. El cantante le sonríe y el otro le devuelve un jirón parecido a una sonrisa.
-Me llamo Juan. Pronto seré auxiliar paramédico mientras tanto, me gano algunos pesos cantando.
-Y yo me llamo Arturo. Perdone, perdone mi violencia.

Y otras estatuas, que parecieran estar atentas al momento, esbozan gestos incomprensibles. Se han empeñado tanto en ocultar su ser que han olvidado los simples códigos que los humanizan.