El Costanera Center es el edificio más alto de Santiago y quizás de toda Sudamérica. El mismísimo Horst Paulmann, conocido magnate y dueño de la obra, expresó alguna vez que ésta era “nuestra Torre Eiffel”, dicho que debe haber revuelto en su ocasión las hormonas patrioteras de algunos personajes con aspiraciones mayores, quienes se creyeron esta afirmación a pies juntillas. Pero el tema que ahora quiero abordar no es este sino otro. Por una extraña razón, la predominancia arquitectónica del rascacielos cosquilleando casi el vientre de las nubes santiaguinas, provoca la fascinación casi hipnótica de seres que desencantados por una o mil razones de esta existencia errática que se vive en el presente siglo, encaminan sus pasos hacia la mole, se internan en los ventrículos mismos de ese pujante centro comercial y se mezclan con la masa que se revuelve compulsiva en la búsqueda de algo que quizás hasta se le confunde entre su multitud de anhelos insatisfechos.
Uno de estos personajes, agobiado por su desastrosa existencia, ha decidido que hoy es el momento exacto para romper con esa monotonía endémica que carga como un lastre. Por una razón inexplicable, esta vez se siente poseído de una fuerza que le otorga seguridad a cada uno de sus pasos. En sus manos porta una caja alargada, que estrecha contra su pecho. Está decidido a realizar un acto del que sabe que no alcanzará a arrepentirse ni menos a medir sus consecuencias. Son demasiadas las circunstancias, los errores, la burla. Eso, sobretodo, se le materializa en la forma de un ridículo temblor de su mejilla derecha que lo obliga a ocultarlo con la caja aquella, que también le sirve para ese propósito. Y así, mostrando medio rostro a la multitud distraída, avanza a paso firme hacia el punto aquel. Tres niveles ha ascendido en su marcha fatal, con sus manos aceradas apresando el envoltorio y ocultando aun la mitad de su rostro. Si alguno de los paseantes hubiese advertido el brillo y la resolución de aquella pupila oscura, incendiada por los reflejos multicolores de las luces, quizás habría adivinado… sólo quizás.
Unos cuantos pasos más y todo se habrá resuelto de la mejor manera. ¿Mejor manera? Todo es discutible en esta existencia, por supuesto. Sobre todo en la suya. Pero, sin más disquisiciones, esto debía zanjarse aquí y ahora.
Ya estaba allí y era el momento. Puso la caja sobre el asiento y extrajo el arma, la cual relucía con los mismos matices siniestros de sus pupilas. Era un fusil de asalto, un arma poderosísima. Ingresó al local aquel y enfrentó a la vendedora.
-¡Esto es intolerable! ¡A esta arma le falta el gatillo! ¡Mi hijo no permitirá que le regale un juguete defectuoso!
Lo había hecho y estaba orgulloso de sí mismo. Pese a su enfermiza timidez, se había atrevido por fin a levantar su voz. Sería escuchado. Ya no sería el hazmerreír de nadie.
La dependiente alzó su voz impersonal:
-¿Su ticket de cambio por favor?
-¿Ti…ticket de qué?
-De cambio. Sin él, no podemos hacer nada.
El hombre desciende desde las alturas mismas creadas por Horst Paulmann y es como si se fuera sumiendo poco a poco en el infierno de Dante. Porta la caja como parapeto para su mejilla aun más temblorosa, mientras en su ojo visible, pareciera rodar algo parecido a una lágrima gris.
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