Es realmente admirable como se deja caer el pasado.
Momentos olvidados del hombre añoso que resucitan,
caen en un sonido inesperado de plena vivencia recargado,
justo al centro del estrecho manantial del voraz corazón
que se atraganta desde el respiro al suspiro angustiado.
Tu aterciopelada voz se desliza suave y peligrosa,
serpenteando por el aire hasta la afable consciencia,
que dejó caer rendida desde sus manos las armas.
Despertar el remordimiento de traicionar la esencia
en la anhelante espera del cálido y consolador abrazo.
Tu autoritario tono de voz quiere regular el sentimiento.
Sé que deseas esculpir desde mi cuerpo a quien imaginaste,
pero me temo, que cuando termines quedarás sin aliento,
con el sueño agitado y la severa voz en franco desgaste.
Y yo, ya no estaré ni en el más cotidiano comportamiento.
Quiera o no quiera deberé pasar vistosamente inadvertido,
silenciar las palabras y guardar profundo los pensamientos.
Confiar más en el cómplice silencio adictivo,
que me ayude a esconder los amargos lamentos,
alejándome de la pesadilla de tu cuento de princesa
para no perderme en los rosados momentos
de la vulnerable espera del abrazo deseado.
Y una vez más arrepentida, me buscaras en lo que soñaste.
¡Maldita sea! ¿Por qué no te detuviste antes a escucharme?
Me miraste y mucho antes de conocerme me imaginaste.
Ciertamente prefiero ser el sapo libre en el estanque
que el deformado príncipe azul cautivo de tus sueños.
Grandilocuente imagen que se envilece como tanque
arrojando rojas flores al pecho emblanquecido por los años.
Enferma fascinación de querer un príncipe,
a la justa medida del falso sueño implantado,
tomando desde los ojos el cuerpo admirado,
y desde la suave caricia un corazón enamorado.
Cristal deformando desde los ciegos deseos
de torcer la frágil voluntad del ser amado.
Es un hecho inevitable. Las relaciones nos deforman.
Cuerpos arrojados a la vida dando repetidos tumbos,
deformaciones al gusto de la relación de turno.
Torpes artistas que desean construir el firme lazo afectivo,
que termina siendo la horca de la relación condenada.
¿Quién puede sobrevivir a las individuales exigencias?
Consensuarlas sin que se retuerza la íntima esencia.
Esto no es una preparada y estúpida apología
para permanecer afectivamente desconectado,
sino que el canto desesperado de la torpeza en elegía,
que se yergue orgullosa como sanadora promesa
desde nuestra trunca capacidad de amar en armonía.
Y así acabaremos agotados de no aprender a amar,
de no poder comprender la maravillosa sinfonía.
Dulce composición que nos conduce a encontrar
nota a nota nuestro centro en esta bella melodía,
de la insufrible existencia aislados, solos sin compañía. |