Tuve un perro que reía.
No es que movía la cola y ladraba. Reía.
Sus labios dibujaban una sonrisa y mostraba los dientes con risueña amabilidad.
Pero no lo hacía todo el tiempo, ni cuando le daba de comer, ni cuando llegaba de algún lado.
Lo hacía cuando le acariciaba la cabeza, y cuando jugaba con él.
Era una mezcla de dálmata, galgo, pastor alemán, chihuahueño, esquimal, gran danés, caniche y perro callejero, lo que lo hacía único en el mundo.
Tenía un juguete favorito. Una vieja pelota de tenis rota. Jugaba a mostrársela una, dos, tres veces, llevándola siempre a mi espalda, hasta que sacaba la mano sola, sin la pelota, como si desapareciera.
Entonces reía.
No ladraba ni movía la cola. Simplemente reía, retorcía su cuerpo y giraba dos vueltas alrededor suyo como festejando mis habilidades de mago canino.
Cada vez que lo hacía me obligaba a repetirlo dos, tres, cuatro veces.
En esos momentos comprendía claramente que no tenía un perro que reía.
Un perro que reía me tenía.
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