IV
(El cachetazo)
El muchacho avistando la noche en el fulgor del agua que corre, en la zona de la costa más poblada, se detiene frente al muelle.
Al único muelle. Apoya la espalda junto a la ventana abierta y gasta saliva en masticar con ruido un trozo de galleta que aún le quedaba en el bolsillo.
De a pedazos.
La noche en el río es el reflejo de las luces de los faroles en el agua. Traga con algún esfuerzo la última galleta seca.
Aprieta la espalda, la nuca engorrada, y la suela de su bota en la pared de ladrillos y come junto a la ventana del salón comedor del hotel.
Envidia el olor que viene de adentro.
El hotel de Aguirre, que enfrenta al río a unos pocos pasos. Entreverada entre los palos del muelle la marea se mueve en su ir y venir inquieto. Indecisa, juntando ramas caídas, pajuelas y palitos secos y dejando cuando se va, una traza de resaca en la orilla.
La marca de que hasta allí llegó.
Perromalo mastica una galleta haciéndola durar en la boca, la traga con paciencia y se toma para ello todo el tiempo del mundo.
Dos perros entran en la negrura del agua jugando a morderse, a pelear sin hacerse daño y se escucha en las sombras el chapoteo y los ladridos, como un eco.
Luchan entre el barro y vuelven a la orilla persiguiéndose, y luego se pierden entre las sombras de la arboleda. Se alejan. Los ladridos van desapareciendo en la oscuridad.
El muchacho mastica hasta no quedarle nada del pan seco en la boca, aunque lo busque con la lengua.
Lo distraen voces, voces que en aumento se fueron transformando casi en gritos y salen desde el interior del comedor.
El tono es de enojo y se altera el murmullo habitual, cotidiano, del salón en el horario de la cena. Pobladas por comensales casi todas las mesas e iluminadas por faroles que cuelgan sobre ellas.
Las cabezas giran, los ojos observan descarados, sorprendidos, a dos hombres que discuten. Los separa la distancia de apenas unos centímetros del aire del bar, y las copas en sus manos.
Parroquianos que se hospedan en el hotel dejan por un momento el ritual de gestos que hacen para alimentarse.
Quienes se acaloran hablando son extranjeros, de aspecto y de palabra. Se insultan en español que mezclan con sus lenguas nativas.
En la mesa de billar, algo alejada, alguien alarga la ceremonia de untar con tiza la punta de suela del taco, mirando de reojo. Tratando de escuchar. Una sombra oscura con una cicatriz que le deforma siniestramente la cara, corre una cuenta del marcador con la punta del dedo. Agregando una carambola, sin distraer sus ojos en otra parte del salón.
Junto al hombre más bajo, de piel aceitunada y poblado bigote - apariencia árabe- hay una mujer joven.
Visten con una elegancia que contrasta con el lugar. Esperan el vapor que los devuelva a Buenos Aires.
La dama ríe burlona y se apoya en el brazo del hombre, que insulta. Provocador.
Su risa rebota en el ambiente, ahora casi en silencio. Su risa teatral, irónica, suena junto a la cara del hombre de barba rubia, que escucha sin emitir sonidos, con una copa en la mano, a medio tomar.
Es un inglés, y en suave gesto, estudiado, apoya la copa en la barra aun con restos de vino, dejando libres sus manos. La piel de la cara y el cuello, -entre la barba-, se le torna colorada de indignación.
La piel de su cuello imita el color del colodrillo de los pavos. Larga aire por la nariz ruidosamente, casi resopla.
-¡Nadie me trata de esa manera! – Se escucha, entre comensales que se contienen de respirar.
La mujer en el espacio de silencio que dejo entre los presentes la amenaza, volvió a reír, sonoramente. Un alarido histérico.
El viajero anglo no toleró la burla y ahora sí resopló ahora con fuerza. Un tono de furia se le colgó en los ojos.
Y el cachetazo, a mano abierta, en la cara de la dama sonó como una rama seca que se quiebra.
Atravesó el salón por entre las mesas. Azotó el silencio obtenido de palabra y rebotó junto a los hombres que jugaban billar, y salió como un ruido histérico por las ventanas abiertas del hotel.
Después, cruzó la calle embarrada, pisoteada por los carros, esquivó los troncos gruesos de los sauces junto al río y rebotando entre ellos y sobre el agua llegó hasta la otra costa, que dormía.
El árabe, pálido, sin hacer un movimiento se sostuvo de la barra. Descompuesto.
Perromalo, a través de las ventanas abierta de par en par en busca de aliviar el calor de la noche, observó como dos comensales solícitos, muy caballeros, sacaban a la dama en cuestión del interior de un mantel que desordenado colgaba hasta el suelo en una de las mesas.
Luego la ayudaron a sentarse con deferencia exagerada, entre sus lágrimas y alaridos de dolor.
Ella desalineada, revuelto el peinado, se cubría, buscando alivio con ambas palmas de sus manos el perfil impactado.
El inglés, desafiante, salió del salón sin mirar hacia el gentío -que se amontono entorno de la pareja bien vestida- por la puerta principal también abierta en sus dos hojas y buscó la calle.
Ya en ella pasó junto al muchacho apoyado en la pared, sin verlo.
El árabe lo siguió con ojos encendidos, con un brillo más intenso que el reflejo de los faroles en las botellas acomodadas unas junto a otras del bar. Excesivamente abiertos. Los bigotes en su mueca, ahora parecen proclamar una falsa ferocidad. Una mentira.
Al rostro lo vulnera un gesto de odio. Pero sigue mudo.
El muchacho mira el río entre la noche y al inglés que se pierde en las sombras, se agacha y se sienta en la vereda de ladrillos. Sabe que a él no le es posible volver.
El solo va.
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