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20 Una esperanza efímera

En una ocasión, en sus acostumbradas caminatas del jovencito por el pueblo para vender las herramientas, al pasar por la oficina de telégrafos le llamó el encargado anunciándole que había algo para su Madre, se lo entregó. Ya en casa leyeron juntos con mucha expectación la pequeña hoja de papel amarillo que se utilizaba para los telegramas. Una compañía minera que la Madre contactó a través de una carta meses atrás, enviaría a unos ingenieros a conocer las minas. Anunciaban su llegada en unos días.

La Madre le contó a su Hijo que ante la cada vez más deteriorada salud del Padre, que lo imposibilitaba para trabajar y la falta de recursos que permitiesen crear la infraestructura necesaria para explotar las minas, lo había convencido de enviar cartas a las compañías mineras grandes del país y ofrecerles las minas en alguna fórmula de asociación, sólo una respondió, mucho tiempo después y cuando el Padre ya había muerto.

Una tarde escucharon el sonido de un motor y vieron cómo por la brecha que serpenteaba montaña abajo descendía una camioneta pick-up, en la cual venían los ingenieros de la compañía minera. Al final del camino, que por cierto no llegaba hasta la casa, instalaron una tienda de campaña, prepararon sus alimentos y les informaron que al otro día querían revisar sus documentos y coordinar la visita a las minas.

Mientras la Madre les mostraba a los ingenieros títulos mineros, documentos y toda la información pertinente, el jovencito buscaba en el pueblo quién le pudiese alquilar unos caballos para trasladarlos a las minas, que se encontraban a doce kilómetros de la casa, los cuales se debían recorrer por un sendero estrecho y con una diferencia de altitud de mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Era un camino difícil, largo y agotador.

El Padre, tratando de ocultar su enfermedad a la Madre, construyó en las inmediaciones de las minas una casa y una pequeña huerta a la que en un arranque de optimismo bautizó como “La Próspera”. Allí se instalaron los ingenieros mientras realizaban las exploraciones. El muchachito conocía las minas pero no la casa, una pequeña construcción de dos plantas hecha de adobe. El piso de abajo era una bodega y el de arriba, al que se llegaba por una escalera en el exterior, era una habitación espaciosa sin adornos ni mobiliario, en el fondo había un catre de tijera donde dormía el Padre, el baño estaba en medio de la huerta, a cien metros de la casa.

A medio kilómetro, junto a un arroyo caudaloso, se encontraba una casucha de tejamanil donde vivían hacinados una pareja de ancianos con sus dos hijas. Allí le preparaban comida al Padre y le lavaban su ropa, lo mismo hicieron esos días para el muchachito. Los ingenieros llevaban equipo y despensa. El jovencito los guiaba diariamente a las minas donde tomaban medidas, muestras, fotografías y una cantidad impresionante de notas, no hacían comentarios ni platicaban con él.

Días después regresaron a la casa donde la Madre esperaba ansiosa el resultado de la visita. Lacónicamente les informaron que presentarían sus estudios a los directivos de la empresa, agradecieron el tiempo dedicado, desmontaron su tienda de campaña y se fueron. Nunca volvieron a saber de ellos ni de la compañía que los envió.

Texto agregado el 31-07-2019, y leído por 85 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-08-2019 Triste final yosoyasi
31-07-2019 Que pena me dio el final. Conozco ese sentimiento de esperanza fugaz. ***** Justina hechizada-1
 
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