La fotografía apareció como impulsada por las manos misteriosas de la casualidad. Allí estaba ella, sonriente, desinhibida, bella como ninguna. El hombre la tomó y la contempló con arrobamiento. Tantos, tantos años atrapada entre otros papeles y los colores estaban intactos, como aquella tarde en que él le tomó esa instantánea porque creyó capturar la imagen de una diosa. Pero allí mismo, fundido entre el turquesa del cielo, los fucsias de su traje y el amarillo pálido de la arena, estaba casi desapercibido ese maldito germen, el que nunca quiso visualizar, enamorado como estaba. Y allí está junto a ella y dentro de ella, surcando la curva de sus labios, dibujando la geografía opulenta de sus senos y descendiendo por sus muslos de fuego, allí, en todo lo suyo. Y él, ciego, pero desobedeciendo a la vocecilla interna que lo alertaba, se rendía a sus pies, lamía sus plantas como un perro y atrapaba su cintura para que hicieran el amor hasta perderse ambos en laberintos de locura. Y quedaban exhaustos en el lecho, o en el piso, en la arena y en el lugar en que el deseo los acuciara. Mas, lo intuía, lo intuía, la vocecilla aquella, que quizás no fuera otra cosa que el simple sentido común que generalmente acallamos como quien desoye los consejos de alguien que lo contempla todo desde el frío punto de vista neutral.
Y ese rumor, que también lo escuchaba desde sus huesos, le clamaba y él lo atribuía a un malestar de carácter orgánico. “Te va a dejar, te va a engañar, quizás ahora mismo te está engañando”. Y él, tragando píldoras contra la artritris y ella sonriendo, sonriendo y coqueteando.
Hasta que la sorprendió con otros tipos, su apetito era gigantesco, él la veneraba, era suya, desde siempre y para siempre. Pero nunca fue así.
Por eso, al apretar esa fotografía contra su pecho, el hombre no pudo evitar las lágrimas. Ya nunca será y si los cielos aquellos continúan regalando matices turquesa y las arenas doradas aún aguarden sus plantas, ella ya no acudirá para replicar esos momentos.
Lo ha decidido. Ya no pudiendo soportarlo más, hoy confesará. Quizás la cárcel aplaque los remordimientos y disipe de una vez por todas el intangible fantasma de ese deseo que se niega a abandonarlo.
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