Crónica de tiempo y vida
Don Amadeo, el buen doctor
Siglo pasado, pero no olvidado. Mil novecientos cincuenta y dos debe haber sido el año, ese invierno azotó con inclemencia desacostumbrada al pequeño pueblo en la Patagonia argentina y entre sus secuelas trajo graves consecuencias a los pulmones de mi pequeño hermano, una complicada pulmonía rebelde que lo tuvo a muy mal traer y solo salió de ella gracias a los cuidados, dedicación y cariño de nuestro buen padre, que también fue madre, puesto que ella había fallecido años antes.
Pero no solo el cuidado y cariño podían vencer aquella enfermedad que en esos años y en un lugar alejado e inhóspito, en medio de la pampa y un invierno nevado, resultaba de muy difícil recuperación.
Era necesario atención médica, hospitalización, medicamentos y por lo tanto recursos monetarios, los cuales no los había, nuestro padre por esos tiempos era solo un obrero que hacía trabajos esporádicos, con los cuales obtenía escasa remuneración.
En el pueblo ejercían solamente dos doctores de medicina general. Un doctor joven con una elegante consulta y selectivo en cuanto a pacientes , del cual no me acuerdo ni nombre ni apellido. El otro, Don Amadeo, era un hombre maduro de más edad, digo maduro porque para mí que era un niño de diez años, todo aquel que tuviera más de treinta era un viejo. Serio, estatura regular, calvo, de mirada inquisidora que se disimulaba tras unos lentes de gruesos cristales que le daban un aire de persona muy docta y respetable. Vivía solo, nunca le conocí familia, en una gran casa con grandes ventanales rodeada de arbustos y flores bien cuidadas allí donde el viento era dueño y señor. En esa casa situada en una esquina del pueblo, además de vivir allí tenía su sala de consulta y además una biblioteca con gran cantidad de libros.
El se hizo cargo de la enfermedad de mi hermano Humberto. Lo atendió en nuestra humilde y pequeña casita alquilada. Dio orden estricta de que guardara cama lo más abrigado posible para resguardarlo de la inclemencia del invierno, sobrealimentarlo, darle leche, avena, pollo, arroz, él mismo se preocupó que nada de aquello le faltara. También se encargó de las medicinas. Día por medio visitaba a Humberto, le colocaba las inyecciones de penicilina que el mismo llevaba y también le extraía, a través de punciones, líquido dañino de los pulmones.
Se quedaba un buen rato con Humberto y conmigo, nos conversaba de muchas cosas y de lugares que él había conocido. Nos llevaba libros de su propia biblioteca. Recuerdo que con sus libros y sus conversaciones nos llevó por mares lejanos, con el conocimos lugares exóticos como Papúa, Nueva Guinea y sus pueblos; Tahití, con sus playas y palmeras; Isla de Pascua y sus moais, parece que era entusiasta estudioso de aquellas culturas, todavía hoy recuerdo aquellas tardes, aquellas lecturas y sus enseñanzas.
Así pasaron los meses de invierno. Humberto se mejoró. La pulmonía fue vencida.
El doctor nunca mencionó que todo aquello tenía un costo o que se le debía algo por sus servicios.
Buen médico y gran hombre, el Doctor: Amadeo Antonelli.
Yo muy joven me fui del pueblo, mi hermano también se fue a estudiar, trabajar, casarse y tener hijos, vivir toda una vida y también morir en Chile.
Sinceramente no sé qué fue del doctor Antonelli, pero sí sé que hasta hoy es uno más de aquellas grandes personas que no mueren y siguen viajando conmigo.
Incluido en libro: Crónicas al viento
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