El Arcabuz está en el medio de una gran pared. Es largo y está muy sucio. La mugre lo cubre desde el final de la culata hasta la punta del cañón. Su gatillo está cubierto por el óxido que corroe su metal forjado. Su madera tiene tallado unos dibujos de flores y líneas que continúan por sobre el arco que protege que se escapen tiros impensados. Está grabado con el nombre de su primer dueño y la fecha en que salió de la armería.
Su historia se remonta a los primeros días de los hombres civilizados en mi tierra. Y aunque no lo creamos, de su cañón no son balas en combate las que han salido, más bien han sido balas llenas de reproche y celos de los más comunes. Ese Arcabuz nunca ha abierto fuego con su gatillo en combate, nunca ha sido disparado contra enemigo, y aún así por su cañón han fallecido ya más que unos cuantos.
Su primer dueño, se cuenta, fue un honorable militar capitán del Isabel Primera. Honorable no tenía nada. Hoy Sabemos que sus medallas las ganó en un campo de batalla bastante doméstico, su cama.
La primera víctima del arcabuz de la pared fue una de las mujeres venidas en la expedición de reconocimiento a estos sectores del continente. Lamentable pérdida fue para la tripulación del Isabel Primera. Isabelina, nombre con el que la llamaban en cubierta, era la mujer del cocinero. El capitán había aceptado llevarla en el barco, aún cuando no sabía cocinar, era floja y no aceptaba sobornos sexuales. El capitán sabía que luego de meses de navegar sus deseos se verían satisfechos a cambio de comodidades y respeto en la nave. La pobre tuvo que dormir con su marido entre los ratones de la despensa hasta que aceptó pasar las noches de mar en el camarote del amo y señor del barco, el honorable capitán.
El arcabuz estaba sobre los mapas de navegación. A veces hacía de puntero cuando el militar prolongaba las coordenadas y señales del viaje. Imprecisas las curvas de su metal rara vez le permitían al barco seguir claro y recto rumbo hacia su destino. De hecho el pasador y seguro, barra de metal que sobresalía por sobre el cañón, giraba el timón a babor y estribor de bala en bala. Una vez que se decidía a pasar el seguro recién podían seguir rumbo tranquilos sin más giros a contra viento.
La regla de navegación consistía en que el capitán ubicaba el Arcabuz sobre el mapa. Cualquier cambio en la dirección del cañón era una orden que se gritaba por la tripulación hasta que llegara al timonel que corregía el rumbo y re corregía según se moviera la culata, la punta del cañón o el seguro. El sapo, quien debía cantar los movimientos de la estéril arma, abría grandes sus ojos y luego informaba. El resto de los hombres entre risotadas recibía y se limitaba a cumplir la instrucción.
El caso es que el capitán no se separaba de su Arcabuz. Cuando llamaba a Isabelina a la sala de mapas el barco giraba en ciento ochenta grados hacia el este, y el paso del seguro corregía el rumbo en treinta grados hacia el oeste de orgasmo a orgasmo. Así todos los días. Por las noches no era raro escuchar un disparo. El capitán abrazaba a la mujer mientras apuntaba desnudo hacia la oscuridad de la noche de mar. Su fin era una descarga.
Dos disparos transformaron la nave de la risa y los cuentos, al hambre y al buen rumbo. Una noche al acabar su fiesta el capitán, el disparo hacia fuera de la ventana atravesó a Isabelina. A la noche siguiente otra bala salida del puntero del mapa atravesó al suicida cocinero.
Hoy la sal de mar, el mal rumbo y olor a sexo cuelgan de la gran pared.
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