Cuando Chamaquito apareció delante de mí, no supe que pensar. El tipo se veía estragado y demasiado lento en su accionar. –Una noche de juerga más- pensé para mí y lo contemplé con atención. Él se plantó a duras penas su uniforme blanco y cabizbajo, se dirigió a la sala de archivo. Éramos compañeros desde por lo menos ocho años en la oficina de Estadística de un consultorio comunal. Era una muy buena persona, un ser solícito que a todo decía que sí, por lo que era muy querido por los funcionarios y por el público en general. Lamentablemente, uno de los problemas endémicos del buen hombre era ser muy aficionado al licor, actividad que compartía con algunos de esos mismos clientes que se aparecían por el consultorio para curar sus males o para conseguirse un certificado que justificaraalguna repentina ausencia laboral.
Chamaquito parecía cada vez más afligido por lo que me acerqué para preguntarle si lo podía ayudar en algo. El me miró con sus ojos extraviados, pareció reconfortarse ante mi presencia pero fue sólo un atisbo, puesto que de inmediato, gruesos goterones cayeron de sus ojos.
-¿Pero que le pasa? ¿Sucedió algo grave?- le pregunté alarmado.
El hombre me miró con la más infinita tristeza dibujada en sus ojos mansos y con voz susurrante me dijo:
-Se murió Luchito Janeaud. Se nos fue el gran amigo.
Yo, también impactado por la noticia, le pregunté cómo, cuando, por qué, interrogantes que no tuvieron más respuesta que la imagen de un Chamaquito acurrucado, sollozando amargamente.
Luchito Janeaud era el típico amigo de los amigos, hombre venido a menos que había recalado en ese barrio popular, impulsado más por sus incorregibles actos que por alguna voluntad determinada. Para bien o para mal, allí conoció a su esposa y formó una familia a la que mantenía a duras penas con sus trabajitos ocasionales. El era un tipo simpático, risueño, sociable, bueno para entonar hermosas canciones y para levantar copas a destajo. Chamaquito era su amigo predilecto y juntos habían vivido incontables noches de juerga y despilfarro. Y según lo que alcanzó a decir mi desolado compañero, fue una muerte repentina, como lo son casi todas, por lo demás.
La noticia se expandió con esa celeridad acuosa con que lo hacen las malas nuevas. Todos lamentaban esta desgraciada nueva, se realizó de inmediato una colecta para recaudar algo que ayudara a solventar en parte los gastos del funeral del malogrado Luchito. Las compañeras lo recordaban como el señor simpático que siempre estaba con una sonrisa distendiéndole sus labios.
-Tan re buena gente este Luchito y tan bonita voz que tenía.
-Era muy buena persona. Nunca una mala palabra. Se nota que provenía de buena familia ya que tenía porte, elegancia innata.
-Que pena que se haya muerto. Nos va a hacer mucha falta.
-Si. Mucha falta. Gente como él es la que no debe morirse nunca.
-Lástima sí que fuese tan bueno para el trago. Yo creo que eso lo llevó a la tumba.
Y así, entre sentidos recuerdos y uno que otro lagrimón, todo estaba tácitamente preparado para esa tarde, cuando, finalizada la jornada de trabajo, una numerosa delegación se dirigiría a la casa del difunto para entregarle su consuelo a la viuda y rendirle un homenaje póstumo al infortunado amigo.
Para que todos se informaran de la infausta nueva, yo redacté una nota en donde informaba del sensible fallecimiento del querido Luchito Janeaud, cuyos restos estaban siendo velados en su domicilio.
Pronto apareció la corona de flores, un hermoso ornamento funerario que sería llevado esa tarde como pálido homenaje para un ser que se había ganado todo nuestro aprecio.
Yo, por motivos que no recuerdo, no pude asistir a dicho velorio pero me juramente de no faltar el día siguiente a la penosa inhumación de ese hombre cuyo recuerdo se agrandaba cada vez más. El caso es que cuando llegué al trabajo esa mañana, los rostros acongojados que esperaba encontrar, no aparecían por ninguna parte pero, en cambio, me topé con muchos ceños fruncidos que me contemplaban como esperando una respuesta.
-¿Qué pasa acá?- pregunté, tratando de descifrar el misterio.
-¿Cómo que pasa acá?- me respondió la dirigente del sindicato. –El que debiera responder esto debieras ser tú.
-¿Pero qué pasa? ¿Fueron al velorio de Luchito? ¿A que hora es el funeral?
-¡Que funeral ni que ocho cuartos! Cuando llegamos a la casa de Luchito, la Delmira, que había tocado a la puerta, casi se cayó muerta allí mismo. Imagínate. Íbamos cerca de cuarenta personas, todos cariacontecidos, algunos con sendos ramos de flores en las manos y esperábamos encontrarnos con una viuda desconsolada, pero eso no ocurrió ya que fue el mismísimo Luchito en persona, sonriente como de costumbre, quien nos abrió la puerta para exclamar con esa alegría innata que tiene: -¡Pero que bonita sorpresa! Tuvimos que esconder rápidamente las flores e improvisar sobre la marcha para mentirle con voz todavía temblorosa que veníamos a desearle un feliz cumpleaños. Y comenzamos a entonar un desafinado y multitudinario happy birthday bien animado, para despistar. Todo habría salido a las mil maravillas si no es por el empleado de la florería, que golpeó un rato más tarde para entregarle al mismo Luchito la corona de flores enviada por sus amigos. Allí no quedó más remedio que largarnos a reír de buena gana por este incidente en que hubo varios muertos, pero de vergüenza y la Delmira, que casi se muere de susto. –Exigimos una buena explicación- me dijo luego la dirigente, entre enojada y conteniendo la risa por la increíble anécdota.
Recién entonces nos dimos cuenta hasta que punto estaba embotada la mente de Chamaquito. Se supone que él se imaginó todo este asunto, lo transformó en un hecho real y concreto y nosotros le creímos a ojos cerrados. Él nunca más se refirió a esto y cada vez que tocábamos el tema, sonreía enigmáticamente. Por su parte, Luchito aún vive en el mismo barrio en donde de seguro continúa encandilando a sus amigos con su natural simpatía, con su voz privilegiada para entonar bellas melodías de amor y ese insobornable afecto por las bebidas espirituosas.
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