Padre e hijo recorrían la plaza. A sus tres años, el pequeño se embebía de aromas y colores, mientras el padre regalaba a sus pulmones el néctar de un aire desprovisto de elementos nocivos, tan necesarios en esta sociedad, que pese a las advertencias de las voces autorizadas, continúa avanzando hacia el despeñadero. Pero, no todo era apocalipsis en esa tarde dorada, ya que surgiendo de la trama verdosa de un rosal se elevó plena una poesía hecha colores que vanidosa, se posó sobre la flor. Era una mariposa de alas color carmesí que se ofreció a la mano ansiosa del padre. Lo bello atrae y genera de inmediato el deseo de posesión, aunque esta pertenencia sólo sea efímera. Ya en su palma, el colorido insecto le regaló su quietud y fue una irisada ilusión prendida a su piel. El padre, maravillado de este milagroso encuentro, invitó a su hijo para que participara del momento. El niño, sorprendido, recibió la dádiva que su padre le ofreció y la mariposa se posó en su manita como un fuego divino. Fue un simple segundo. El niño, con suavidad extrema, aproximó su mano al mismo rosal y allí depositó al colorido insecto, devolviéndolo a su hábitat. El padre acarició sus cabellos, avergonzado un tanto de su seducción algo infantil, contrastada con el gesto del niño. En esa tarde embalsamada, un suspiro de confianza se elevó desde el corazón del hombre.
-Quizás todavía haya alguna esperanza para este mundo- se dijo para sí, sonriéndole a su hijo.
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