Pérdida
Se dice que cada siete años cambian todas las células de nuestro cuerpo, así que cuando conocemos a alguien y no lo vemos durante siete años, nos encontraremos con otro ser humano, que no será el mismo de antaño.
Cuando el volvió a ese lugar después de siete años, sin embargo era el mismo, más avejentado, más quejumbroso, mas dolido.
Había perdido a su hija, la dulce Sofía. Había muerto de su afección cardiaca congénita.
Esa muerte lo había marcado para todo el resto de su vida. No había nada en el mundo que fuese más catastrófico, triste y depredador en la psiquis que perder un hijo.
A los quince años, en plena adolescencia. Su hija menor había fallecido.
Sus lágrimas no alcanzaban para su perdida. Desaparecer dos días, y vagar por la provincia de Buenos Aires, manteniendo a sus otros hijos en total desamparo, no fue suficiente, para calmar su dolor que anidaba en el corazón, en su alma y en su condición humana.
Los encuentros no son tal, ya que hay causalidades que lo implementan. El hilo rojo no existe, no hay nadie que nos espere al final y que calmará todas nuestras necesidades como ser humano.
Y a los siete años, el encuentro entonces no fue fortuito, se dieron las coordenadas para que se produjera. Las dimensiones cuánticas, se desdoblaron, desfibrilaron, la iridiscencia se compadeció del hombre y en un instante la vio a Sofía cumpliendo veintiún años en la otra dimensión y le dijo:
_Papá, soy feliz, no te preocupes, seguí viviendo, que yo te querré toda la eternidad.
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