Déjame que no te diga nada
y yo te dejo a ti, mi esclarecido exégeta,
que proclames altivo y arrogante
el vacío de mi discurso pueril,
mi parvo y peligroso mensaje.
Enciende tú mismo las mismas alertas
que diariamente me van a iluminar.

Déjame que no te diga mucho
porque mis delirantes sentencias
que nada bueno te dicen hoy
irán sembrando en silencio
las que más tarde serán tus palabras:
tú voz a mi debida.

Déjame que sea tu proyectada sombra,
el eco de tu voz, tu réplica
para que yo me pueda ya retirar
y tú abanderes esa noble causa
que yo veladamente te preparé
con mi control, con mi distancia.

Déjame que te contradiga,
para que tú razonada refutación
refuerce el eco de mi voz
y me pueda vestir de víctima
para que esa fuerza motriz
que tú alimentas cada día
siga así impulsando vehementemente
mi celebrada inconsecuencia.

Déjame que me hermane contigo
en una causa común, fraterna
y abrazados a ella, unidos,
cuando veas que me equivoco
te dejé sentenciar mi condena
para que seas tú, mesiánico amigo
quién pague por mis pecados
que fueron la consecuencia de tus actos:
mi calculada estrategia de control.

Déjame que te despierte
de tu insensata letárgica clarividencia,
aquella que evidencia mi culpa
sin percibir la otra intención
por detrás de mis palabras,
pero no quieras que hoy
te facilite las cosas, te esclarezca,
porque ni yo mismo, yo presidente,
en mi insana, lúcida locura,
alcanzo a ver por detrás de mis palabras.